Durante el siglo XX en El Salvador hubo diversidad de golpes de Estado, pero el del 15 de octubre de 1979 tiene la singularidad de abrir un largo período de tensión política y militar que solo se cerró en 1992.

No obstante que los jóvenes oficiales del Ejército facilitaron la activación de dicho golpe de Estado, en diversas oportunidades argumentaron que emprendían ese esfuerzo para detener la guerra que se venía encima, lo cierto es que la confrontación aumentó su escala desde ese momento.

El Gobierno que estaba en ejercicio, surgido de un cuestionado proceso electoral en febrero de 1977, a inicios de enero de 1979 comenzó a mostrar signos de agotamiento e inviabilidad. Y esto, por su propia naturaleza ilegítima y por la presión social organizativa que había adquirido otra dimensión, masiva y desafiante.

Es inútil querer explicar la relevancia de lo ocurrido el 15 de octubre de 1979 si se pasa de largo por la escena nacional que desde 1977 comenzó a mutar de una forma visible e inesperada en algunos casos.

El 3 de febrero de 1977, Óscar Arnulfo Romero fue nombrado por el Vaticano como arzobispo metropolitano de San Salvador. Por la trayectoria del obispo Romero, el hecho no presagiaba conflictos.

Para los sectores conservadores, Óscar Arnulfo Romero era un conservador más. Y quizás era así. Pero lo que no se dice es que la ascensión de Romero al arzobispado de San Salvador se dio en el marco de una feroz y sangrienta persecución contra diversos sectores de la Iglesia Católica, que además formaba parte del tinglado general de la estrategia represiva imperante.

De seguro, si otro obispo hubiese sido nombrado como arzobispo de San Salvador, uno menos auténtico y más dócil a las esferas de poder, otra cuestión hubiese sido.

Tan temprano como el 12 de marzo de 1977 fue asesinado el sacerdote jesuita Rutilio Grande, y esto puso a prueba el temple humanista del nuevo arzobispo Romero, quien supo arrostrar aquello y lo que vendría después, con gran entereza, sensibilidad y autonomía de criterio. Lo que llevó, cuando la crisis política se instaló, en 1979, a que el arzobispo de San Salvador, asumiese la vocería popular del rechazo a la coacción política que el aparato gubernamental estaba imponiendo.

Tampoco se entiende el golpe de Estado del 15 de octubre si no se pondera con justeza el impacto real que tenía en la vida política el tejido organizativo contestatario. Los graves acontecimientos de mayo de 1979, donde se crisparon los ánimos políticos con saldo de varios muertos, quizá dan la medida de lo que estaba pasando.

Como el expediente represivo era la nota constitutiva de aquel gobierno, pues su falta de legitimidad lo caracterizaba. De hecho, meses antes del golpe de Estado, funcionarios del gobierno norteamericano (William Bowdler y Viron Vaky) se aproximaron y le sugirieron al presidente Carlos Humberto Romero que renunciara.

Un agregado adicional a este cuadro es el sorprendente y esperanzador triunfo de la llamada revolución sandinista en Nicaragua, el 19 de julio de 1979, que introdujo en la escena centroamericana una propuesta flexible y no excluyente al proponer economía mixta, pluralismo político y no alineamiento internacional.

El grupo conspirativo primigenio (del que no eran parte los coroneles Abdul Gutiérrez y Arnoldo Majano, que después integrarían la junta de gobierno), y que animó ese golpe de Estado, tenía comprensión clara de que el país se estaba deslizando por una ruta sin control, porque la represión solo propiciaba la inestabilidad política. Dado que no solo este pequeñísimo grupo conspiraba, quizás en junio de 1979 hubo de darse un momento de convergencia y, no sin forcejeos, se constituyó el grupo coordinador, integrado solo por militares (Román Alfonso Barrera –capitán–, René Guerra y Guerra -teniente coronel–, Jaime Abdul Gutiérrez –coronel–, Álvaro Salazar Brenes –mayor– y Francisco Emilio Mena Sandoval –capitán–), con el que se llegó hasta el 15 de octubre.

El problema era que la iniciativa de los jóvenes oficiales, artífice del golpe de Estado, se diluyó al delegar, en un claro gesto de ingenuidad política, en Majano y en Gutiérrez, porque desde el mismo 15 de octubre, al imponerse la jerarquía castrense, fueron marginados, perseguidos y excluidos.

Había apoyo amplio en la oficialidad joven de todo el país, se contaba con una proclama –de las tres que se discutieron antes del 15 de octubre, fue la impulsada por René Guerra y Guerra la que primó– y se tenía a disposición una red político-intelectual, de ahí que se creyese que el camino estaba allanado. Sin embargo, los problemas apenas comenzaban.