Para el golpe de Estado del 15 de octubre de 1979, tanto la proclama como la composición de la junta de gobierno y del gabinete denotaban una propensión progresista que aspiraba a torcer el curso errático nacional. Pero esto resultaba insuficiente, al menos por tres razones: a) sin una remoción radical de los militares comprometidos en los hechos represivos (no solo en jefatura, sino también en mando de tropa) todo el discurso de cambio político era vacío; b) sin trazar una hoja de ruta con un claro programa de reformas sociales las posibilidades políticas de consolidación eran mínimas y c) no obstante el rechazo visceral que las fuerzas populares contestatarias habían expresado al golpe de Estado, era urgente dialogar e incorporarlas, e igual debía hacerse con los sectores empresariales de mayor apertura.

La tarea conspirativa que llevaron a cabo los oficiales jóvenes del Ejército no se redujo al pequeño círculo del sector castrense. Y esto quizá fue una de sus virtudes no siempre bien comprendida. Los contactos con el arzobispo Romero, con diversas personas de la universidad jesuita (Román Mayorga Quirós e Ignacio Ellacuría, por ejemplo) y el sondeo de opinión con otros sectores les permitió calibrar la oportunidad de la acción golpista, el tono del discurso a asumir y la proyección a trazar.

Era claro, visto en retrospectiva, que el golpe de Estado del 15 de octubre no constituía un secreto absoluto. El presidente que sería depuesto, de hecho, días antes había preparado condiciones para la salida de sus familiares. Varios funcionarios del gobierno norteamericano seguían con atención la situación política explosiva y descifraban los informes que recibían acerca de la conspiración. Los civiles que de algún modo tenían que ver con la universidad jesuita se movían con tacto también, tratando de ir ampliando el tejido conspirativo. Por el lado de los sectores políticos moderados, como el pequeño partido socialdemócrata, el Movimiento Nacional Revolucionario, también se hallaba en alerta, puesto que al menos tres de sus militantes más destacados (Julio César Oliva, Guillermo Manuel Ungo e Ítalo López Vallecillos) formaban parte de la red conspirativa o estaban al tanto de lo que se fraguaba.

Sin embargo, a quienes en realidad el golpe de Estado cayó como un balde de agua fría fue a los dirigentes de las fuerzas populares contestatarias (de las organizaciones guerrilleras y de las organizaciones de masas), porque de hecho fueron sorprendidos por la circunstancia política que comportaba la acción golpista.

La respuesta instantánea, aunque sin rumbo cierto, el 16 de octubre, del Ejército Revolucionario del Pueblo, al ocupar algunas poblaciones periféricas de San Salvador, revelaba que su conducción no estaba al tanto del asunto, y con esas acciones pinchaban y hacían patente su beligerancia.

La respuesta, rápida, de las Fuerzas Populares de Liberación —FPL— «Farabundo Martí», pero amparadas en un análisis desenfocado al calificar la acción del 15 de octubre como un autogolpe, ponía al descubierto el modo sesgado y simplista de su apreciación.

La Resistencia Nacional, organización guerrillera que mostraba un poco menos de rigidez en sus análisis que sus pares, y que en algún momento logró tener contactos dentro del Ejército, también fue sorprendida.

Solo el Partido Comunista de El Salvador, como era de esperarse, por sus secretas fintas a varias bandas, estaba adentro. No de la conspiración, pero sí desde el primer momento con miembros en el gabinete de gobierno.

Lo que tuvo lugar desde el 16 de octubre hasta el 30 de diciembre de 1979, sin duda, marcó la suerte de esa iniciativa nacida como progresista, que a los pocos días fue cooptada por conservadores moderados y a inicios del año 1980 desnaturalizada por el pacto del Partido Demócrata Cristiano con la cúpula militar, apadrinados por el gobierno norteamericano.

Una revisión de la cronología estricta del 15 de octubre de 1979 al 2 de enero de 1980 informa sin dificultad acerca del tipo de procesos y tensiones que se abrieron. Casi puede decirse que amplios sectores y segmentos de la sociedad (incluidos los desplazados con la acción golpista) experimentaron una fuerte torsión que los llevó, según sus intereses y presupuestos, a posiciones límite donde hubo que optar frente a la confrontación global que se avecinaba. Con la represión incontenible que la junta de gobierno desató desde el mismo 16 de octubre y que las fuerzas organizadas de masas rechazaron y remontaron con energía, el proyecto militar reformista perdió su rumbo. Es cierto, se había roto con el dispositivo político institucional vigente desde 1932, y no había manera de retornar al punto de inicio, porque la guerra estaba a la vuelta de la esquina.