Una historia parecida a la de muchos migrantes. Mi nombre es Juan Portillo (nombre ficticio) y soy salvadoreño. No sé si esta es la felicidad, pero la última vez que le hice el amor a mi esposa fue hace 20 años. Quedó embarazada. Al mes, de esa bonita noticia me vine para Estados Unidos ilegalmente. No conozco a mi hija. Tiene 19 años de edad. Me he pasado 20 años limpiando rascacielos acá en Nueva York. Cuando estoy allá arriba, desafiando la muerte, pienso en mi familia. La gente pasa a prisa acá en Nueva York. Parece que se le va a terminar el mundo.

Si hubiese vuelto a mi país no tendría a mis hijos graduados. No tendría una esposa viviendo en una mejor casa. No sé si un día me iré para mi país. Yo he sido infiel, todo por saciar mis deseos sexuales. ¡A unas mujeres les pago el rato y ya!

Tantas cosas han pasado… tantas cosas. Me vine mojado, sí, igual que lo hicieron muchos de mis paisanos. Me instalé en un paupérrimo apartamento acá en esta ciudad cosmopolita. Hasta la fecha sigo haciendo diligencias para traerme a mi familia. Mientras no les den visa, no los podré ver otra vez. No quiero se vengan ilegales.

Me he perdido tantas historias: no pude asistir a la primera comunión de mis hijos. Carla está por graduarse de bachiller. No podré estar en su graduación. Mi hijo mayor, Juan Carlos, se acaba de graduar de licenciado y con honores; me dolió no estar en ese acontecimiento. Recuerdo cuando me vine, él tenía apenas cuatro años de edad.

Duele ver las fotos de mis hijos, han crecido y no he podido estar en ni un solo acontecimiento desde que me vine. Mi esposa siempre se arregla para platicar conmigo a través de Skype o WhatsApp… Quizá, he sido un cobarde por haber dejado a mi esposa e hijos. Mi esposa tiene un negocio de ropa, mandé el dinero, ha construido una casa bien bonita, le he mandado cada mes dinero para que administre el hogar. Yo he sido como un fantasma, como millones que se lamentan de estar en la soledad.

Estoy sentado en un sillón reclinable, veo una civilización del primer mundo. En mi país, donde crecí, vivía pobre, a duras penas teníamos para la comida. Ahora, mi esposa e hijos tienen lo justo y necesario. No es que me haya convertido en clasista, pero mis hijos no estudiaron en una escuela pública, se podían hacer pandilleros o a mi hija la podía preñar un maldito marero. Donde vivíamos era una zona conflictiva. Lo bueno que ahora viven en un lugar seguro en la capital salvadoreña.

Mis hijos estudiaron en colegio y se han relacionado con otro tipo de gente. No han vivido la maldita pobreza que me tocó vivir. Eso me satisface, aunque no soy feliz. He pasado limpiando vidrios durante muchos años y he dejado de vivir, siento que he perdido a mi familia. No basta que me digan desde muy lejos que me aman. Al final, el dinero que les mandé no podrá recuperar los mejores momentos perdidos. Mi esposa me dice diariamente: “Deseo abrazarte y decirte que te amo personalmente”.

Cuando tenía cinco años de estar acá, mi mamá murió. Me dolió en lo más profundo no haberme despedido de ella. No sé qué pensar. Dejé a una mujer que se tuvo que conformar con que le dijera que la amo. Quizá, me iré para mi país, ya es tiempo. Pero ¡tiempo! ¿Dónde quedó el mejor tiempo? Mis hijos deseaban los llevase al colegio, a la playa, al parque, a pasear. Dios, ¡qué hice!

Dios, quiero que me perdone, pero mi único sueño era que mi familia no sufriera pobreza y hambre. Sé que mis hijos han deseado un beso de buenas noches, les han faltado mis abrazos y besos. No he podido hacer eso. Mi hija menor Sandra, la que no conozco, me dice: “¡lo amo papá, lo quiero conocer!” y, me echo a llorar.

Soy un migrante más que vino a hacer dinero a este país, pero no pude tener lo más preciado, mi familia.