Estamos a punto de finalizar el mes en que toda Centroamérica conmemora el bicentenario de haber logrado su independencia de la corona española, gracias a los esfuerzos y férreas decisiones de un puñado de hombres que, a tempranas horas del día 5 de noviembre de 1811, lanzaron en nuestra ciudad de San Salvador, lo que históricamente se conoce como “El Primer Grito de Independencia” con el cual se iniciaron varios movimientos similares en todo nuestro Istmo, hasta que, después de una década de incesante lucha, en la ciudad de Guatemala, sede del Capitán General don Gabino Gaínza, se firmó el Acta de Independencia, bajo una torrencial lluvia, el día 15 de septiembre de 1821, cuya redacción correspondió al prócer hondureño don José Cecilio del Valle, quien remitió las actas originales a todas las provincias centroamericanas. A San Salvador, esa declaración de libertad, entró por el lado de Aculhuaca, seis días después de firmada, o sea, el 21 de septiembre de 1821, traída por mensajeros que se transportaban en caballos.

Pero en este mismo mes del Bicentenario, más de tres mil humildes comerciantes, entre hombres y mujeres, contemplaron impotentes y afligidos, como un fuego voraz devoraba, en cuestión de pocos minutos, todos sus negocios, situados en el céntrico Mercado del Barrio San Miguelito, sin que nadie pudiera rescatar siquiera un canasto de frutas o verduras, para recomenzar la lucha diaria y tenaz de su propia supervivencia y de quienes dependen de ellos.

Era un cuadro conmovedor contemplar cómo las llamas arrasaban todo cuanto encontraban en su destructor camino, mientras afuera, en las aceras aledañas, hombres, mujeres y menores, lloraban inconsolables, observando como el flamígero incendio consumía completamente sus negocios, mientras los esforzados bomberos nacionales luchaban por extinguirlo, a pesar de las constantes y aterradoras explosiones que se escuchaban, mientras una espesa nube de humo asfixiante no dejaba ver nada de lo que sucedía en el interior del mencionado lugar mercantil. ¡El trabajo de muchos años se esfumaba rápidamente, convertido en denso humo y cenizas que se esparcían en el ambiente!

Esa misma noche del siniestro (23 de septiembre), todos los que comerciaban en el sitio quemado, escucharon con alivio y esperanza, las declaraciones públicas del alcalde capitalino, señor Mario Durán quien, a través de los medios periodísticos, comunicaba que el concejo que él preside, había acordado erogar una suma respetable para ayudar “de inmediato” a todos los damnificados del mercado quemado, de acuerdo a un censo previamente elaborado por personal del municipio.

De hecho, mi esposa, que es una de las afectadas, hizo mención de una cierta cantidad a una señora, la que anotaba las pérdidas de cada puesto, según la sección correspondiente. Mi cónyuge ya cuenta, con más de tres décadas, de vender diversos productos en dicho sitio comercial, de donde no pudo rescatar siquiera un ejote. Noté la esperanza resurgir en su mirada, mientras escuchaba las declaraciones del edil capitalino.

Pero después de tales ofrecimientos, nada más se ha dicho ni se ha realizado. Excepto, de que construirán espacios provisionales en calles adyacentes, de una dimensión escasa de 1.50 por 2 metros, donde apenas sí cabrán unos cuantos productos…¡pero nadie habla de darles ayuda económica para comprarlos y después venderlos a los posibles clientes!

Existe gran preocupación entre los usuarios del San Miguelito. Unos han perdido mucho más que otros. Había negocios que contaban con refrigeradoras, licuadoras, cocinas industriales, planchas grandes, mobiliarios, etc. que resultaron completamente dañados. Incluso, muchos perdieron dinero en efectivo, que guardaban en alcancías u otros utensilios para dar “vueltos”, o comprar más mercaderías de inmediato, según las exigencias diarias de los negocios.

Este septiembre del bicentenario, será de una recordación trágica para este enorme número de damnificados, entre los cuales hay comerciantes de avanzada edad y que no tienen quién les brinde socorro alguno, excepto los centavos que ganaban en sus pequeños puestos. Algunos, se nota que están enfermos de diversas dolencias articulares o memorísticas. Por eso, aprovecho este espacio, para solicitar a las autoridades edilicias que hagan realidad el dicho de los antiguos romanos: Res, non verba. Hechos, no palabras. Porque de ofrecer y no dar nada, nunca habrá ninguna ayuda para estas pobres personas, que han dejado su vida vendiendo en este mercado capitalino por muchos años. Y concluyo con este refrán, que solía enseñarles a mis alumnos: No dejes para mañana, lo que puedas hacer hoy.