En septiembre de 1979 vivíamos los momentos más intensos de nuestra historia. Menos de dos meses antes, el Frente Sandinista había entrado triunfalmente en Managua después de derrotar con la ayuda internacional la dictadura Somoza que se había ejercido el poder casi cincuenta años. La derrota de los Somoza había dado impulso emocional al movimiento de masas y guerrillero salvadoreño que desde 1970 había ido creciendo debido a la falta de libertades políticas, de educación y oportunidades sociales y económicas resultante de cuarenta y siete años de regímenes militares. La represión de los regímenes de turno fue aprovechada políticamente por líderes marxistas que mediante golpes audaces y secuestros habían creado una gran incertidumbre y temor en las clases media y alta del país.

La juventud mundial se había alzado desde 1968 en Paris, Berkeley, y México y Woodstock en 1969. En Sudamérica muchos jóvenes se habían alzado contra dictaduras militares; igualmente en nuestro país, jóvenes de la clase media y campesinos se rebelaban contra los militares y las desigualdades económicas; lo abandonaban todo por esos ideales legítimos y una buena parte de la población los apoyaba. Los líderes marxistas pregonaban la “liberación” pero para saltar a un yugo peor estilo soviético.

Este saldo era absurdo e insostenible, como lo demostró el colapso de la Unión Soviética en 1989. El primitivo capitalismo de El Salvador tampoco era sostenible; la clásica oligarquía se había quedado sin respuestas, simplemente estaba aterrorizada, había apostado a que el militar que había apoyada para que fuera “electo” en 1977 arreciara la represión, sin alternativas de cambios económicos y políticos; los secuestros y atentados por parte de la guerrilla se multiplicaban, los más poderosos miembros de la oligarquía habían salido. Sin embargo, desde 1972, un grupo de profesionales y un militar joven, veían con preocupación el destino de El Salvador y concluían que reformas democráticas y justas eran la solución; era necesario reparar deudas históricas como el despojo de tierras a los indígenas en 1869, establecer elecciones libres, abolir la corrupción y dar un salto al desarrollo.

Se hicieron intentos para persuadir al régimen que cambiara su estrategia y hasta el presidente de Estados Unidos envió un emisario para pedir la renuncia del presidente. El tiempo corría vertiginosamente, la alternativa era un asalto al poder por parte de masas más enardecidas que de Nicaragua o el estallido de una larga guerra civil, como lo que en efecto pasó.

La situación forzaba a derrocar el régimen y crear las condiciones para elecciones libres con un programa que posteriormente se denominó Proclama del 15 de Octubre de 1979, día del derrocamiento del último gobierno militar.

En esos momentos estaban vivos los 100,000 muertos del conflicto, el país no estaba destruido, no había tres millones de expatriados ni existían pandillas. Una vez derrocado el régimen se integró un gobierno integrado por sectores políticos, académicos, independientes, militares y del sector privado. Por ingenuidad de jóvenes oficiales se infiltraron en el nuevo gobierno militares corruptos con vínculos con la CIA, que querían amplificar la represión y al final convirtieron en asesinos a los oficiales jóvenes que los habían apoyado. Varios políticos de la DC flaquearon y se dejaron seducir por un modelo represivo, y la mayoría del gobierno renunció a principios de enero de 1980; a partir de ahí estalló la guerra civil que se quiso evitar, este ha sido el evento más dramático y sangriento en nuestra historia y sus secuelas aún las vivimos.

Si bien se firmó un Acuerdo de Paz después de 12 años de guerra, sabemos que no se cumplió, los partidos políticos resultantes se dedicaron a saquear al estado y a gobernar con ineptitud. Es necesario recordar esta historia, para no repetir los errores cometidos.