Hace casi diez años despertamos horrorizados al enterarnos de una matanza en un lejano pueblo del estado mexicano de Tamaulipas, al noreste de ese país: 72 migrantes habían sido asesinados por el cartel de los Zetas, entre ellos 14 salvadoreños.

Los detalles de la matanza siguen causando escalofríos cuando uno los repasa y además es un recordatorio permamente de los peligros de la migración irregular, único camino que lamentablemente tienen los menos afortunados para intentar salir de la pobreza endémica que los afecta o de la inseguridad que los acosa.

Eran 58 hombres y 14 mujeres, con las manos atadas hacia atrás, asesinados de balazos en la espalda, y luego apilados y puestos a la intemperie. Una imagen horrorosa. Las autoridades mexicanas presumen que los 72 migrantes fueron secuestrados y extorsionados. Buscaban que sus familiares en Estados Unidos pagaran su rescate y como no lo lograron, fueron asesinados.

Solo nos enteramos una semana después de los hechos y aunque las autoridades mexicanas lograron la captura de los supuestos pistoleros, los cerebros de la matanza nunca pagaron por sus actos.

Aquello fue una pesadilla y sigue siéndolo para las familias que perdieron a sus parientes en aquel intento fallido. La migración ilegal está llena de caminos de perversidad, coyotes inescrupulosos que no solo estafan a las familias, sino que venden a los migrantes como si fueran animales de carga, otros los explotan sexualmente u obligan a traficar drogas. Muchísimos más pierden la vida en el intento como vimos hace unos meses con aquel padre y su bebé ahogados en el río Bravo.

Todos esos episodios son horribles, pero lo de Tamaulipas es algo inolvidable que debe seguir siendo un grito en demanda permanente de justicia.