Nuestra Constitución presenta una concepción dual sobre el ejercicio del sufragio. Por un lado, es configurado como un derecho político, y por otro como un deber político. Sin embargo, pese a este deber jurídico, nuestro ordenamiento no considera consecuencias administrativas que afecten al ciudadano por no votar, como existe en otros países. Entonces, podemos sostener en principio, que nuestra participación electoral está motivada principalmente por la responsabilidad cívica, y no por el temor a sufrir sanción. Concurrir a votar en elecciones es muestra de libre voluntad, y en ese marco se produce la abstención y la participación electoral, y dentro de ésta el voto estéril.

La abstención en los procesos electorales significa “simplemente la no participación de quién tiene derecho a ello…y puede tener incidencia en el resultado, es decir puede beneficiar o perjudicar determinadas opciones políticas” (Enrique Arnaldo Alcubilla). Los expertos electorales la identifican fundamentalmente con ciudadanos indiferentes, marginados, o que poseen una percepción negativa de la política. Esa abstención, es distinta a la definida por el artículo 203 del Código Electoral, donde denomina como “abstenciones” al voto en blanco, es decir, a la papeleta que el ciudadano no marca a favor de ningún partido político.

A partir de los Acuerdos de Paz hemos celebrado nueve elecciones legislativas, cuya participación ciudadana ha sido la siguiente: en 1994, el 53.08 %; las de 1997, 2000, y 2003 están caracterizadas por ser las de más bajas participación, con 39.17%, 38.48%, y 41.03% respectivamente ; la de mayor participación electoral: 2006, con el 54.22%; y las elecciones de 2009, 2012, 2015, y 2018, que en conjunto presentan una tendencia sostenida a la baja, con un 53.58% en 2009, 51.90% en el 2012, 48.23% el 2015, y el 45.73% en la última elección del 2018.

Durante veinticuatro años de procesos electorales legislativos, de diez ciudadanos inscritos en el Registro Electoral, aproximadamente cuatro a cinco han votado regularmente. El promedio de abstención ha sido del 52.73%, que significa más de la mitad del cuerpo electoral, y evidencia un núcleo “duro del No voto. En la última elección legislativas del 2018 no votaron 2,815,924 ciudadanos, de un Registro Electoral compuesto por 5,186,042 personas inscritas. Con los avances informáticos, ahora existen las plataformas tecnológicas para descubrir la naturaleza de la abstención, y así poder identificar el partido político beneficiado o perjudicado por dicho comportamiento.

También hay que tener en cuenta el voto estéril, como los votos nulos y en blanco. Aunque provienen de participación electoral, no producen frutos para ningún partido político contendiente. Pero ambos, no deben desestimarse. A nivel nacional, con la más baja participación (2000) sumaron 43,629 votos; y en la más alta participación (2006) 58,858 votos. Y váyase de espalda, estimado lector, pues en las elecciones 2018 el total nacional ascendió a 243,726 votos; y en las circunscripciones departamentales de San Salvador y La Libertad, en cada una de ellas, hubo más votos estériles que votos a favor de partidos políticos y candidatura no partidaria que obtuvieron representación legislativa. ¿Estarán conscientes el TSE, los partidos políticos y la sociedad civil, que esta patología electoral requiere urgente diagnóstico para su tratamiento? ¿O hay que consentirla como algo natural, inocua, de nuestra cultura política?

Como bien expresa el politólogo alemán Dieter Nohlen, “para cumplir con las expectativas que se han generado en torno a la democracia se requiere, además, una alta concurrencia del soberano, el pueblo, al acto electoral”. A pocos meses de las próximas elecciones, hay que reflexionar y actuar para romper la tendencia de baja participación. Por lo que se disputa especialmente en las legislativas, preveo una mayor participación y una disminución esencial del voto estéril. Ojalá florezca la responsabilidad cívica y con ello un mejor Estado Constitucional Democrático de Derecho.