En una democracia de corte occidental, las libertades individuales son básicas para la convivencia pacífica, ordenada, respetuosa de una sociedad.
Un gobernante recibe el llamado “poder” mediante el voto mayoritario popular, pero el poder, tal como lo recibe virtualmente del pueblo, no es algo tangible sino sólo una expresión de confianza de los votantes. De ahí en adelante toca al jefe del Estado tomar posesión de la infraestructura burocrática y, lo que es más importante, consolidar, equilibrar, regular, administrar los componentes del poder virtual recibido, para convertirlo en poder real.

Uno de los elementos principales que contribuyen a la consolidación del poder, es el respeto a la libertad de expresión. El gobernante puede hacer uso de este derecho que le confiere generalmente la Constitución, para decir al mundo exterior lo que considere necesario para promover su imagen y destacar el buen desempeño de sus funciones. Pero de igual manera, la sociedad y los subgrupos opositores y también los afines al gobierno, podrán expresar sus opiniones sobre el quehacer gubernamental.

Un gobierno inteligente, en el diseño estratégico de la conducción del Estado, debe considerar que el libre intercambio de argumentos y contraargumentos, además de ponerlo en contacto directo con los gobernados, le proporciona retroalimentación sobre si hace bien o mal las cosas. Este es el mejor modo de interpretar la realidad política de un país, en el entendido de que esta realidad es dinámica, divergente, opuesta, contradictoria, holística, propia de la sociedad que tiene en el periodista y el medio a sus mejores aliados para afinar su pensamiento, para tomar sus decisiones y modificar, de manera permanente, sus opiniones.

Si un gobierno desde el principio quiere sofocar cualquier opinión contraria o disidente, se está privando a sí mismo de conocer de primera mano lo que otros piensan de su gestión. La medida de hecho que recomiendan asesores inexpertos o las que implementan gobiernos igualmente neófitos, es la de intentar acallar, primero a periodistas y luego a medios. Por un lado, limitan el acceso a los reporteros a las fuentes de información oficiales u oficialistas; luego eliminan a medios o empresas informativas, de sus agendas como suscriptores o de pauta de anuncios oficiales. Este último pinta el peor de los escenarios para un gobierno, es la ruta más corta para su deterioro público. Impedir el acceso a un periodista a una conferencia de prensa oficial, no descalifica sólo al empleado de ese medio, sino también al medio mismo; pero todavía mucho más grave, priva a las audiencias de la información que al gobierno le interesa llegue a la mayor cantidad de personas; en otras palabras, el discurso oficial no las alcanzará nunca.
Basta mirar las estadísticas fiscalizadoras internacionales de la circulación diaria de periódicos impresos: un tiraje de cien mil ejemplares de circulación pagada por los lectores en el día de la edición, tiene un promedio de cinco lectores por ejemplar. Esto eleva la audiencia a medio millón de lectores. ¿Quién pierde esos quinientos mil lectores del mensaje gobiernista? ¡Pues el gobierno mismo! ¡Esto tiene igual efecto que el escupir hacia arriba!

Hace poco hemos visto cómo dos periodistas de influyentes medios digitales, fueron desterrados de Casa Presidencial. Además de ser una alarmante tendencia autoritaria del gobierno actual, el efecto de ese acto político no sólo tiene repercusión sobre los periodistas y los medios, sino también sobre las audiencias de ambos. Cabe preguntarse: ¿Quién tomó esa infortunada decisión, el encargado de prensa o el presidente mismo? En los dos casos la responsabilidad recae en el uno y en el otro. El fenómeno acarrea a menudo efectos contradictorios para el gobierno: las audiencias tienden a simpatizar con los periodistas y los medios rechazados. Aumentan la credibilidad de estos; y la credibilidad es el mejor abono para la circulación y el crecimiento de las audiencias.

En América, el odio de los gobiernos hacia la prensa libre se extiende, en los últimos años, desde Perón, Allende, Correa, Velasco Alvarado, Evo, Bucaram, Chávez, Maduro, Ortega, Trump, suma y sigue, hasta llegar a El Salvador. ¿Es que los políticos nunca van a aprender la lección de la historia…?