El pasado domingo 4 de abril se cumplieron 31 años de la firma del Acuerdo de Ginebra. Así, el Gobierno salvadoreño de la época ‒encabezado por el presidente Alfredo Cristiani‒ y la entonces guerrilla del Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN) iniciaron lo que Naciones Unidas bautizó como “el camino de la paz”. ¿Cuáles serían los grandes pasos a dar en ese sendero para alcanzarla y consolidarla? Finalizar “el conflicto armado por la vía política al más corto plazo posible”, “impulsar la democratización” del país, garantizar en este “el irrestricto respeto de los derechos humanos” y “reunificar la sociedad”.

Generalmente, siempre se ha hecho referencia a los “acuerdos” en plural; especialmente cada 16 de enero a partir de 1992, cuando entonces se suscribió el último: el Acuerdo de paz de El Salvador. Así lo denominaron; pero por haberse oficializado en el Castillo de Chapultepec ‒ubicado en el Distrito Federal mexicano‒ terminó siendo conocido como el “Acuerdo de Chapultepec”.

¿Y el primero? A estas alturas, ¿deberíamos hablar del Acuerdo de Ginebra o de su recuerdo? Ciertamente, se contaba con una buena embarcación para navegar sobre un oleaje menos turbulento que el de antes; también con un mapa acordado y adecuado para llegar al ansiado destino: las aguas tranquilas de la paz. ¿Por qué, entonces, está hoy El Salvador como está? Lo que contribuyó decisivamente a degradar el afamado proceso de pacificación, fue la combinación de la visión y las actitudes de las partes que ‒en la práctica‒ se atribuyeron la exclusiva conducción del mismo. En pocas palabras: nuevo escenario con nuevas instituciones, pero los mismos actores con las mismas mañas.

Después del de Ginebra se negociaron otros y se establecieron compromisos concretos para avanzar en la dirección correcta; por ejemplo, desaparecer los represivos cuerpos de seguridad totalmente militarizados para crear uno nuevo y único, sometido plenamente a la autoridad civil y respetuoso de los derechos humanos. O reducir la Fuerza Armada y utilizarla solo excepcionalmente en tareas de seguridad pública. Pero, por haber tomado el rumbo incorrecto y sobre todo con el actual “capitán del barco”, eso es parte del recuerdo.

Confiando en la seriedad y la voluntad de los dos bandos, de entrada había que terminar la guerra. Eso que parecía ser lo más enredado pero que era condición básica para seguir adelante con los otros tres desafíos que planteaba el “camino de la paz”, se logró de manera casi impecable. Sin embargo, del resto no se puede asegurar lo mismo. En el país hay elecciones periódicas, sí; pero por eso no se puede concluir que exista en una democracia representativa, reforzada y duradera, pues para ello se requiere –según el segundo artículo de la Carta Democrática Interamericana– “la participación permanente, ética y responsable de la ciudadanía en un marco de legalidad conforme al respectivo orden constitucional”. Y de eso, hace falta mucho; sobre todo, ahora.

Se habla del respeto de los derechos humanos, comparando la situación actual con la que prevaleció durante las décadas comprendidas entre el inicio de 1972 –cuando ocurrió un gran fraude electoral– y el de 1992. Con semejante parámetro, obviamente, la realidad nacional en la posguerra resulta ser distinta. Atrás quedaron las prácticas estatales criminales, masivas y sistemáticas contra la dignidad de las personas y determinados grupos sociales, mediante las cuales se pretendió eliminar cualquier oposición real o presunta al régimen. Aunque hoy,… ¡eso peligra!

Pero no se puede dejar de señalar la distancia existente y evidente entre aquel “infierno” del cual logró salir el país, con el “cielo” prometido después de la confrontación armada. A la fecha no se está ni en el primero ni en el segundo, aunque lo que actualmente se vive es más preocupante que alentador; sobre todo sabiendo de dónde venimos. El camino que estamos recorriendo, debería ser conocido y reconocido por toda la población salvadoreña; también el posible destino, de no cambiar la dirección. En último término, tampoco la sociedad puede presumir de estar unida siquiera en torno a una causa ‒no más‒ para demandar cambios reales. La seguridad ciudadana y la consecuente huida de la gente, por ejemplo, que deberían preocuparla y ocuparla con todas sus energías y destrezas; peor aún en materias tan vitales como educación, salud y empleo o en lo que toca a la recuperación y preservación de un ambiente sano y ecológicamente equilibrado. Lo que parece existir en la hora presente, es una ciega y peligrosa “unidad celestial” en torno a un “profeta virtual”.

El Acuerdo de Chapultepec, a final de cuentas, era la lista de medicinas que debía tomar El Salvador para curar sus males; el de Ginebra era y sigue siendo el diagnóstico y el tratamiento. Muchas de las primeras ya caducaron, pero las graves enfermedades siguen dolorosamente presentes dañando hondamente la existencia de sus mayorías populares. Pero ahí están siempre vigentes el dictamen clínico y el régimen para atacarlas de raíz.

PD: Este pasado domingo 4 de abril también se cumplieron 22 años de la violación y el asesinato impunes de Katya Miranda.