Tras tanto haber vivido, 66 años no son pocos, abundan los motivos para pensar si vale la pena insistir en nadar contra una corriente colmada de razones para “tirar la toalla”. Varia gente amiga y de buena fe, a veces viéndome casi compasivamente, me ha preguntado por qué y para qué continuo en ese afán. Hay otras personas, anónimas la mayoría y del todo malintencionadas, que aseguran me “despidieron” de la universidad en la que durante 22 años dirigí su instituto de derechos humanos; por eso, aseguran, ando buscando desesperadamente cómo “percibir ingresos” y tener “protagonismo” mediático. Es lógico que a estas alturas, en tal escenario, haya ratificado en algún momento la validez de las respuestas a las anteriores interrogantes; respuestas que, considero, siempre las he tenido claras.

¿Por qué sigo? Pues porque desde hace más de 50 años, en plena adolescencia y supongo que en parte por genética, me tomé en serio la causa de la justicia para las mayorías populares. ¿Para qué? Pues para que la misma no fuera privilegio exclusivo de una minoría, sino que se derramara abundante sobre aquellas en todo el país y en toda la extensión de su palabra.

Así las cosas, encaminado incipientemente en esa opción de vida, ingresé a la Universidad de El Salvador (UES) en 1974. Debí haberlo hecho un año antes, pero el 19 de julio de 1972 los militares ‒comandados por el coronel Arturo Armando Molina, espurio presidente de la república tras usurpar el cargo mediante un escandaloso fraude electoral‒ se tomaron por la fuerza todas las instalaciones de la misma, que mantuvieron cerradas durante más de doce meses impidiendo el normal desarrollo de sus actividades.

Los vientos que entonces soplaban entre no pocos sectores de nuestra juventud, eran de rebeldía. Ese crimen contra la academia, la ciencia y la cultura exacerbó aún más a oposición al régimen dictatorial. En ese entorno, dentro y fuera de muchas conciencias ‒incluida la mía‒ tronaba una sonora y desafiante consigna: “Organicémonos para la lucha, ¡solo combatiendo triunfaremos!”. Así me convencí de que ese era el camino para intentar ser consecuente con mis ideales; pero, además, convencí a bastantes compañeros y compañeras ‒dentro y fuera del entorno estudiantil‒ para que se sumaran a esa desprendida y hermosa odisea en medio de la cual, entre dolor y rabia, hubo que llorar la irreparable pérdida de tantas querencias forjadas en el fragor de la batalla.

Todo eso me lo tomé, ciertamente, como algo personal. Debo insistir en ello. Y lo sigue siendo hasta la fecha. Por eso hoy me emputa ver y escuchar a quien, inmerecida y lambisconamente, está sentado en la silla que del 1 de noviembre de 1979 al 29 de octubre de 1980 ‒cuando falleció víctima de un atentado‒ ocupó el rector mártir de la única casa de estudios superiores pública: el ingeniero Félix Antonio Augusto Ulloa. En ese corto período, nuestra alma mater sufrió la intervención castrense más larga y violenta de su historia: del 26 de junio de 1980 al 22 de mayo de 1984. Las palabras finales de su máximo dirigente al reabrir sus oficinas centrales en el “exilio”, son de antología. “La Universidad de El Salvador se niega a morir ‒sentenció Ulloa entonces‒ y nosotros estamos aquí para que viva por siempre”.

Pero el “heredero” actual de tan alto cargo, al conmemorarse el cincuentenario del inicio de la ocupación consumada en 1972, acaba de deshonrarlas justificando y defendiendo el “régimen de excepción” impuesto por el actual Gobierno cada vez más militarista. Ese “funcionario”, con sus declaraciones y actuaciones, está matando nuestra gloriosa y entrañable UES. Pero no lo vamos a permitir.

¿Extrañeza, decepción? Para nada, si otro heredero del rector mártir ‒este sí consanguíneo‒ afirmó recientemente que en eso que el oficialismo del cual es parte llama “guerra contra las pandillas”, las “víctimas inocentes” producidas deben considerarse “daños colaterales”. Supongo que Félix Ulloa habría puesto el grito en el cielo, con toda la razón, si hace 42 años le hubieran dicho que el magnicidio de su padre también había sido eso: un “daño colateral”, cuando entonces sí retumbaban realmente los “tambores de guerra”.

Hay quien dice que a veces no es que las personas cambien, sino que es la máscara la que se les cae. Entre esos tipos y yo también, querido Serrat... ¡hay algo personal!