En los años ochenta todo parecía simple y fácil: en un mundo bipolar las cosas se reducían en la política local a formar parte de un bloque o del otro, comunistas o de derecha, con el ejército o con la guerrilla. No había matices, no existían términos medios y aquellas opciones como el diálogo o la negociación se consideraban por ambas extremas como una forma de traición a la patria o de debilidad pequeño burguesa ante un sistema que primero había que vencer antes de transformar. En suma, la antigua batalla entre tirios y troyanos reducida a las dimensiones del más pequeño país de Centroamérica.

Entrado el siglo XXI muchos añoran esa bipolaridad, esa fácil identificación con un bloque u otro. Incapaces de articular un nuevo discurso que además resulte comprensible y coherente para las mayorías, los partidos políticos tradicionales se engarzan en la actualidad en una serie de conflictos que tiene como algunas de sus causas, la misma intolerancia de antes y una ortodoxia que tiene su origen por lo menos en la década de los ochentas. Se sigue considerando el fanatismo como una demostración de pureza ideológica que invita a la cohesión del partido, se detecta en cada nuevo liderazgo y máxime cuando se trata de una persona joven, la amenaza al estado original de cosas que permite a las dirigencias partidarias hacer de su pasividad y complicidad con los grandes problemas del país su forma de vida.

Nadie entiende por ejemplo –excepto la militancia ciega– cómo aquellos expresidentes acusados de corrupción y de enriquecimiento ilícito no han sido formalmente expulsados de las filas partidarias, nadie debería aceptar tampoco que viejos cuadros de la política sigan aspirando –a veces con el apoyo de sus contrarios– a controlar instituciones públicas, ejercer magistraturas u ocupar cargos en el nuevo gobierno, si de su pasado apenas se puede concluir que alguna vez estuvieron comprometidos con la ética pública o el progreso del país.

Este es el panorama que tenemos: partidos políticos que se resquebrajan debido al arraigo de viejas prácticas que la gente ni comprende, ni entiende ni comparte. Con poca o nula preparación ideológica, sin compromiso real con los derechos humanos y con poca ciencia para abordar los retos nacionales que deberían resolver desde comisiones legislativas, cámaras empresariales u organizaciones colectivas de la sociedad civil de larga data.

La crisis interna de los partidos políticos refleja una crisis de confianza por parte de los electores. En la encuesta posterior a las elecciones presidenciales de febrero, el Instituto Universitario de Opinión Pública de la Uca (Iudop) registró “uno de los porcentajes más bajos de participación ciudadana en los últimos 15 años…”. Entre las principales razones delo anterior se mencionaron la desconfianza y la corrupción en los partidos Arena y el FMLN (28.5%), además el 86.6% de la población salvadoreña expresó que tiene poca o ninguna confianza en los partidos políticos de nuestro país y el 84.1% piensa que los partidos defienden poco o nada los derechos de las personas.

Si a lo anterior se suma la poca capacidad de los partidos políticos para manejar el disenso interno, aceptar la diversidad de todo tipo entre la militancia o las crecientes exigencias de transparencia y rendición de cuentas sobre el manejo institucional que hacen las cúpulas partidarias, se tiene que las veteranas alianzas y frentes de liberación creados en la guerra fría, comienzan a resquebrajarse desde las bases que fueron sus orígenes y la razón de ser de las luchas de ayer y de hoy.

La lección que se niegan a aprender los zares de la política es que ya no pueden ni deberían contar con una militancia pasiva, que solo aplauda pero que no discuta, que vote pero que no piense y que sea cómplice pero no partícipe de las decisiones estratégicas relativas al poder, la democracia y la participación ciudadana.

Mientras esto no pase, seguiremos viendo el espectáculo televisivo de una disidencia inconforme y crispada por la indignación, que señala con su dedo acusatorio los vicios de los que reclama hasta que ha sido víctima, haciendo de la batalla de ideas un asunto contencioso, plagado de pruebas de cargo y de descargo como si fuera un juicio mediático a la vista de todos. El vacío que los partidos políticos están dejando no se va a llenar con nuevas ideas, sino con la coherencia con los proyectos políticos que les vieron nacer y que no deberían estar alejados del bienestar de todos los salvadoreños.