El 11 de septiembre de 1973, Salvador Allende Gossens, presidente constitucional de Chile, ponía fin a su vida, en el marco del sangriento golpe de Estado encabezado por Augusto Pinochet. De ahí en adelante, y por varias décadas, Chile se vio sometido a un férreo régimen autoritario que comportó —en política, en economía y en materia medioambiental— un radical giro involutivo. Para los manuales de texto de las universidades liberales y conservadoras del mundo, Chile se convirtió en el ‘modelo’ a seguir. Y también fue modelo para los diferentes gobiernos militares que se impusieron durante la década de 1970 en América Latina.

De hecho, aquí en El Salvador, el gobierno militar surgido del fraude electoral de febrero de 1972 y que llevó a la presidencia a Arturo Armando Molina era, de algún modo, un hijo putativo (y adelantado) del régimen chileno. Tan es así, que el año 1972 constituye el momento sin retorno del proceso político salvadoreño al producirse tres hechos decisivos y concatenados. El primero, el fraude electoral que impuso a Arturo Armando Molina. El segundo, el golpe de Estado constitucionalista encabezado por Benjamín Mejía y que intentaría, en vano, restaurar la legalidad. Y el tercero, y de gran significación simbólica, la intervención militar de la universidad estatal el 19 de julio de 1972 y que expulsó del país a sus autoridades y a personal calificado de la universidad.

Para 1973, en septiembre, la situación política chilena había adquirido el estatuto de crisis de gobernabilidad, y donde la presencia y la acción del gobierno norteamericano y sus agencias de seguridad no fue menor. Esto está establecido por documentación fidedigna y reconocido por uno de los artífices de eso, Henry Kissinger (puede consultarse Mis memorias, 1979).

¿Cuál era el peligro que comportaba el ejemplo del gobierno de la Unidad Popular de Chile que había llevado a Salvador Allende a la presidencia? El mismo de siempre: que la concreción de las iniciativas de cambio político y económico para restablecer el tejido social deteriorado, podían ser replicadas en otros lugares del continente. De nuevo, ahora en noviembre de 2021, habrá una reñida elección presidencial y, en este momento, la coalición progresista Apruebo Dignidad que ha nominado a Gabriel Boric como candidato presidencial muestra una frescura y un apoyo ciudadano notable en los diversos puntos de la geografía chilena.

Pero hay algo más. El programa que se ha esbozado por medio de Boric tiene un aliento de cambio estructural del que carecieron los gobiernos moderados de los últimos años en Chile. Hay dos objetivos que están expresados con bastante claridad: modificar el modelo de desarrollo imperante desde la caída de Allende en 1973 y profundizar en la vida en democracia. Esta postura tan explícita, aunque parezca increíble para los negadores eternos de los desequilibrios estructurales en Chile y en toda América Latina, puede marcar una pauta de gran valía para lo que es posible realizar en el continente (ahora incluido Estados Unidos, que la precarización ha avanzado en su estructura social y que la emergencia sanitaria por covid-19 dejó al descubierto).

¿De dónde viene Boric y qué es Apruebo Dignidad? Aquí hay dos interrogantes que al descorrerlos pueden permitir comprender lo que ahora sucede en Chile. Gabriel Boric, de 35 años de edad, viene de las luchas estudiantiles y de las luchas de calle de la última década en Chile. Aunque forma parte del recién constituido partido político Convergencia Social, y de ese modo es parte de Apruebo Dignidad, lo cierto es que su matriz política no está ceñida a la formalidad partidaria tradicional. Y es el caso de muchos de los integrantes de su espacio organizativo y de otros que están en Apruebo Dignidad. Además. Boric es consciente de interpretar un papel importante en ese esfuerzo colectivo que la juventud chilena ha venido dando y que ha tenido en la participación de las mujeres una nota distintiva.

Apruebo Dignidad es una coalición electoral, pero también es una alianza política. Y esto la blinda y la potencia para los años por venir. Chile es un país de un poco más de 700 000 kilómetros cuadrados (los 7 países centroamericanos alcanzan cerca de 500 000 kilómetros cuadrados), y su desenvolvimiento político siempre ha suscitado expectativa en América Latina y el mundo. Y hoy no es la excepción. Gabriel Boric no es Salvador Allende. Ni Apruebo Dignidad es la Unidad Popular. Eso es claro. Pero sin duda puede decirse, de un modo metafórico, que Allende está de regreso.