En el momento que escribo estas líneas desconozco el resultado electoral del domingo 28 de febrero. Tampoco sé si los números preliminares —si es que empezaron a fluir durante la noche de la jornada democrática— dejaron satisfechos al oficialismo o a la oposición. Ignoro, por tanto, si la N arrastró a los votantes a una presencia masiva en las urnas, o si, por el contrario, los partidos adversarios al gobierno dieron la campanada histórica que necesitaban dar.

Dependiendo de lo ocurrido, por supuesto, la retórica de unos y otros habrá seguido cierto rumbo previsible. Al oficialismo, que hacía cuentas alegres a tenor de casi todos los sondeos de opinión, la efectiva conversión de los votos a escaños debe estarle pasando una importante factura emocional. Que esos nervios no se hayan traducido (o se vayan a traducir) en agitación y violencia es algo que la gran mayoría de salvadoreños esperamos.

Sea como sea, esté sucediendo lo que esté sucediendo en el momento que este artículo sea publicado, hay varias cosas que deben continuar su curso, por el futuro mismo de los eventos electorales y por el bien de nuestro sistema democrático. A saber.

La investigación del asesinato de dos militantes del FMLN, ocurrido el 31 de enero pasado, no puede suspenderse por parte de la Fiscalía. El fallecimiento en circunstancias extrañas de uno de los supuestos agresores debería motivar que se ahonde todavía más en los hechos, justamente porque se perdió un testimonio que era vital en la reconstrucción de lo sucedido. A estas alturas es fundamental, por ejemplo, saber qué tipo de herida tenía esta persona y cómo pudieron agravarse sus condiciones de salud. El análisis forense en este caso es clave, igual que la indagación sobre las pretendidas relaciones que el ahora fallecido tenía con bandas delincuenciales.

Durante la campaña electoral se dieron continuas violaciones a los marcos legales, incluyendo entre ellos a la misma Constitución de la República. Como explicó muy bien Rubén Zamora en un artículo la semana pasada, estas violaciones ni siquiera fueron vistas en las épocas más oscuras de los gobiernos militares. En ese entonces, qué duda cabe, los fraudes eran pan cotidiano, pero los regímenes de turno se cuidaban de cubrir ciertas formalidades. El gobierno actual ni siquiera se preocupa por hacer las cosas de noche: ¡a plena luz del día vimos a sus funcionarios repartiendo canastas solidarias, pagadas con los impuestos de todos, para inducir el voto a escasas horas de las elecciones!

El mandatario del país entero se convirtió en el principal faccioso en la contienda política que finalizó el domingo. Su alta investidura, su nombre, los recursos de que dispone en virtud de su cargo, todo fue puesto al asador para favorecer a un partido político: el suyo. Semejante descaro ninguna generación de salvadoreños la vio jamás desde la década del cincuenta. ¿Tendrán estas ilegalidades las consecuencias que merecen? ¿Será posible que el Presidente inaugure una obra pública durante el periodo que la ley le impide hacerlo, precisamente porque implica un exceso antidemocrático de prevalencia del cargo, y no haya aquí institución capaz de hacerle pagar, material pero sobre todo moralmente, por esa venalidad?

Ojalá no sea ya muy tarde. Cuando los gobiernos se constituyen en los primeros violadores de las leyes, los pueblos terminan pagando muy caro su displicencia en ponerles freno.