La última imagen que vi antes del incendio de la catedral de Nuestra Señora de París, mejor conocida como Notre-Dame, fue una serie de imágenes multicolores proyectada sobre su fachada occidental con su enorme rosetón. Las imágenes se movían a ritmo electrónico y cambiaban de colores igualmente sincronizados desde una computadora previamente programada. No me gustó, de alguna manera me pareció vulgar y frívola (aunque la frivolidad siempre es vulgar). Fue como tomar ese símbolo de la cultura occidental, europea, aunque sus raíces se hunden en tierras bíblicas, para ser transformado en un espectáculo circense que escondía la atracción misma.

Mucho antes, tenía la del jorobado Cuasimodo oteando desde las enigmáticas y amenazantes gárgolas a la gitana Esmeralda cuando la iban a inmolar en el fuego purificador a las puertas de la catedral. Ese Cuasimodo interpretado magistralmente por Antony Quinn y por la bellísima Gina Lollobrigida, en el filme franco-italiano de 1956 “Notre-Dame de París”, se basó en la novela homónima escrita por Victor Hugo en 1831. Otra, escrita por el mismo autor “Les Miserables”, la mandó publicar Hugo Chávez en un tiraje de cien mil ejemplares, quizá por indicación de su asesor Ignacio Ramonet, editor en jefe de Le Monde Diplomatique, en aquél entonces.

Otra que guardo en mi memoria, fue en la lectura de la coronación de Napoleón Bonaparte como Emperador de Francia, minuciosamente descrita por el escritor alemán Emil Ludwig, cuando narra el acto de manera soberbia en el momento que Napoleón tomó la corona de hojas de laurel y roble talladas en oro y diamantes que reposaba en el altar mayor, y se la colocó él mismo, para seguidamente coronar a su esposa Josefina como Emperatriz; en tanto que el Papa Pío VII observaba el acto en un segundo plano, dejando así por sentado de una vez por todas, dónde residía el poder a partir de ese momento.

¿Y qué decir de la ejecución de Jacques Bernard de Molay?, último Gran Maestre de la Orden de los Caballeros del Templo de Salomón, mejor conocida como la Orden del Temple, acaecida por ejecución ordenada por el Papa Clemente V y el rey Felipe IV en 1314, nada más y nada menos que por los delitos de sacrilegio, herejía, simonía e idolatría. !Guao!, esos sí que fueron tiempos oscuros. Y lo quemaron vivo, después de torturarlo hasta hacerle confesarse culpable, frente a Notre-Dame de París. Y de los desafueros de los jacobinos de la Revolución francesa, que una vez en el poder, bajaron las campanas de la Catedral para fundirlas y hacer cañones con ellas, cosa de enfrentarse a las huestes realistas que se negaban atravesar las puertas de la evolución de la historia.

De allí, hasta los comuneros de París de 1871, los chavistas entonces, que casi acaban con los logros de la Ilustración en solo tres meses. En el asedio final les dio por destruir la ciudad, y con bidones de petróleo se dieron a la tarea de incendiar los monumentos públicos, entre ellos la Catedral de Notre-Dame, que se salvó de las llamas por el desorden generalizado, la intervención de la feligresía y la toma de la ciudad.

Y ahora, con el desconcertante incendio que se desató de manera imprevista e implacable el pasado Lunes Santo que casi acaba con el alma de Francia, y símbolo de la cultura y valores de Occidente, desde que se posesionó con vida propia en la pequeña isla rodeada por las aguas del Sena de la ciudad de París, desde 1345.

Un cortocircuito parece que fue la causa inicial; otros susurran ocultando la boca con la palma de la mano, sobre un incendio provocado; y parecieron quienes cuestionan las donaciones para su restauración, con los mismo argumentos baladíes de siempre. Mientras, “los chalecos amarillos”, ya infiltrados por la izquierda, hacen de la suya en París, y en Siri Lanka, el Domingo de Pascua, explotaron tres iglesias cristianas y tres hoteles, en sendos atentados que el Estado Islámico se atribuyó.