Con cierta frecuencia conocemos de la captura de jefes pandilleros que viven en lujosas propiedades, manejan carros carísimos y viven una vida de derroche, mientras quienes los siguen, habitan en comunidades marginales, jugándose el pellejo y comiendo lo que pueden.

Hace un tiempo se dio el caso de un sujeto que vivía en un lujoso rancho de playa en la Costa del Sol. Ayer fue otro caso. Capturaron a un sujeto en una lujosa residencia en Ataco. El tipo alquilaba una vivienda en $1,500 mensuales y tenía a su disposición una ostentosa camioneta y 21 smartphones. Una fuente policial relató que en esa residencia no faltaba nada y vivían como familia rica; mientras seguía dirigiendo extorsiones, el tipo se engordaba, divirtiéndose con juegos de vídeo frente a un enorme televisor.

Precisamente esta semana también se conocía de la incautación de bienes, inmuebles y dinero depositado en cuentas bancarias de testaferros de la pandilla 18.

Esa es la realidad en las pandillas. Los cabecillas viven una buena vida de derroches, mujeres y vicios, mientras siguen utilizando a los cipotes a su antojo; los que están en primera fila se mueren cuando los atacan las bandas rivales que también son utilizadas por otros sujetos con el mismo comportamiento.

¿Cuántas vidas perdidas? ¿cuántos muchachos han desperdiciado sus vidas en una pandilla, sin estudiar, sin un oficio y metidos en drogas? Esa no es vida. Eso es la perdición absoluta y ciertamente como sociedad hemos fallado en prevenir que entraran a eso y muchas veces hemos fallado en cómo rescatarlos, pero lo que deben entender es que esas bandas de delincuentes tienen una jerarquía en la que los cabecillas los utilizan para seguir sus vidas de lujos.