Los Acuerdos de Paz firmados en el Castillo de Chapultepec de la ciudad de México, entre el Gobierno de El Salvador y la Comandancia General del “Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional” (FMLN) llegan hoy a su 29° aniversario.

El proceso de diálogo y negociación que les dio origen y la multitud de actores que intervinieron en el logro del mismo, daría contenido para una larga reseña sobre aquel acto eminentemente político, de la más grande importancia histórica. En este texto sin embargo, se quiere hacer referencia únicamente al legado inmediato que la firma de aquel documento heredó a las actuales generaciones, y a su trascendencia en la coyuntura que se vive.

En primer lugar, los Acuerdos de Paz lograron lo que antes se había creído imposible: detener el conflicto militar, la guerra entre dos bandos que contaban con medios para seguirla, pero que enfrentaron al final de la década de los ochentas una situación geopolítica desfavorable para el mantenimiento de guerras civiles en la región. Así, los Acuerdos detuvieron a ambas fuerzas y a la vez garantizaron el retorno de los representantes de la fuerza guerrillera, para insertarlos como organización eminentemente política dentro de la nueva dinámica nacional, y no solo como partido político, sino que además, como una colectividad legitima y representativa de una parte significativa de la sociedad, no solo en lo cuantitativo sino que además en lo cualitativo, ya que sus demandas habían sido puestas sobre la mesa de negociación, y legitimadas después por medio de muchas de las reformas pactadas.

Este fue el primer legado del proceso: haber alcanzado la solución negociada al conflicto antes que la imposición de la fuerza sobre el contendiente o el opositor, algo que ahora suena lógico, pero que entonces se pudo lograr aún en medio de la guerra, en un país en el que se consideraba “traidor a la patria” a cualquiera que postulara el dialogo con la guerrilla y en el que todas las instituciones y los recursos estaban volcados al esfuerzo de la guerra, que ya llegaba a los doce años o más.

Y estos fueron los objetivos inmediatos que se lograron: detener la guerra y abrir el sistema político a todos los representantes y miembros de las fuerzas de izquierda, que meses antes, aún eran considerados “delincuentes terroristas”, tanto en el discurso público como en la legislación, lo que nos lleva a rescatar un segundo legado de los Acuerdos de Paz: un cambio significativo en el léxico político en comparación al que se había usado hasta entonces. Conceptos como el de “consenso”, “cultura de paz”, “desmilitarización de la sociedad” y “participación ciudadana”, entre otros, fueron puestos en boca de los salvadoreños, en las páginas de la prensa de entonces y en el discurso oficial y extraoficial, como descripción o reseña de un nuevo país que estaba empezando a construirse, o más bien, a reconstruirse y a perfilarse.

No cabe duda que los principales protagonistas del diálogo, la negociación y posterior firma de los Acuerdos fueron los representantes de las fuerzas en pugna, nada de “poderes facticos” o “fuerzas subterráneas”. Aquellos fueron acompañados en lo técnico y en lo político por representantes de países amigos, y por el Secretario General de la Organización de las Naciones Unidas, bajo cuyo mandato, se diseñó la primera misión de paz que en la historia de dicho ente supranacional, incluyo la observación política, militar y policial simultáneas, en un país en el que aún continuaba el conflicto militar. Un modelo que luego fue replicado con mayor o menor éxito en Guatemala, Ruanda y hasta en la ex Yugoslavia.

Pese a esta proyección mediática y política que alcanzaron los negociadores y sus equipos asesores, estos tuvieron la sabiduría de incluir a otros actores que no necesariamente firmaron los Acuerdos de Chapultepec, en particular, a los dirigentes de los partidos políticos, quienes fueron convocados a la misma mesa de negociación para acordar la reforma constitucional que en pocos meses daría la “arquitectura legal” a los compromisos que estaban por firmarse. La alternativa de acordar desde el extranjero tales reformas, también fue considerada en la recta final del proceso, pero el consenso se inclinó a favor de legitimarlas, incluyendo en la toma de decisiones a los institutos políticos y respetando el proceso de reforma constitucional aún vigente, una opción que bien puede considerarse como el tercer legado de los Acuerdos: la inclusión como forma de legitimación de decisiones con trascendencia colectiva.

Esta aspiración de integración y avance democrático encontró sus principales limitaciones en el tema económico y social. La implementación de un foro con participación de los sindicatos, la empresa privada y el mismo Gobierno, abierto además a la más amplia participación de otros sectores en calidad de observadores, se vio rebasado por la dinámica electoral que, en poco tiempo, fue la excusa para dejar en suspenso el que debió ser un espacio permanente de solución de conflictos, encuentro de consensos (que, de nuevo, era una de las nuevas palabras en el “argot político”) y construcción de soluciones para temas tan urgentes como la propiedad de la tierra, las compensaciones sociales y los derechos económicos de los sectores más vulnerables del país.

El “proceso de paz”, como muy pronto dio en llamársele al programa de implementación de los Acuerdos de Chapultepec no fue perfecto. Como la democracia, eran y aún son perfectibles. Lo que se logró resumir en el acta firmada en el Castillo de Chapultepec, no tenía intenciones de definitividad, sino más bien, de continuidad, y allí es donde pienso que están los errores u omisiones cuyas consecuencias se viven aún hoy, pese al importante legado que estos reúnen. Los Acuerdos de Paz fueron con el tiempo objeto de una interpretación reduccionista, que los dejó insertos en una ceremonia con la que se ponía fin al enfrentamiento de dos ejércitos y convirtió a guerrilleros en diputados.

Otros temas de fondo como la desmilitarización de la sociedad, los ajustes estructurales que esta nueva realidad requería para mantener la paz y la armonía social, así como la necesidad de atenuar los efectos de la guerra entre la población civil, y ya no se diga, la reparación a las víctimas y la búsqueda de verdad y justicia, fueron obviados por ambas partes firmantes, convirtiendo el esfuerzo esperanzado de los salvadoreños que apoyaron este proceso de búsqueda civilizada de soluciones, en un mero paréntesis, significativo ciertamente, pero un paréntesis, en una dinámica de conflictividad que en el último año ha llegado a niveles más que preocupantes.

El legado que la firma de la paz dejo en la sociedad salvadoreña debe aún escudriñarse en la documentación disponible relativa a ese proceso, pero también en la memoria de quienes vivieron directa o indirectamente su firma o negociación. Debe a fin de cuentas recurrirse a la conciencia y a la convicción moral de cada uno, porque en un país tan pequeño, tan densamente poblado y tan volcánico en sus sentimientos y convicciones, es difícil encontrar a un solo conciudadano o habitante que no se haya visto afectado por la guerra, y seguramente ninguno querría volver a esta si en sus manos estuviera decidir al respecto.

El diálogo, el sometimiento a las reglas del derecho nacional e internacional, la construcción de amplios consensos basados en la participación de los más diversos sectores, son solo algunos de los legados de Chapultepec, no son los únicos, desentrañar las bondades de un proceso que fue ejemplo para el mundo, es tarea colectiva e individual, trabajar para que la cultura de paz sea dinámica constante y no mero recuerdo de mejores épocas: está en nuestras manos.