El reciente estallido social en Chile ha sorprendido a algunos, pero también era esperado por otros, por quienes no se han creído que la desigualdad es una gracia perpetua.

Los estudiosos del proceso chileno desde hace 50 años sabían (y saben) que se estaba incubando un modelo económico-político-social-ambiental excluyente y frágil, que terminaría por resquebrajarse.

Y aunque no hay coincidencia total en los enfoques, es claro que las cifras generales y los indicadores estaban mostrando que la máquina había fallado. Como siempre, los expertos, los suspicaces financistas de los eternos préstamos que blindan la dependencia, se pusieron a mirar para otro lado.

Sin embargo, Chile siempre ha sido un país peculiar en América Latina, porque ha mostrado sorpresivos caminos políticos.

Gracias a su, en aquel entonces, consolidada estabilidad institucional es que en noviembre de 1970 Salvador Allende Gossens pudo ser investido presidente constitucional de Chile, después de ganar la elección presidencial el 4 de septiembre, aupado por una coalición denominada Unidad Popular, donde socialistas, comunistas, socialcristianos radicalizados y otros segmentos políticos pudieron, por fin, converger.

Por cierto, la Unión Nacional Opositora de 1972 en El Salvador, y a la que le fue arrebatado por fraude el triunfo electoral, de algún modo tiene un parentesco básico con la Unidad Popular de Chile.

El 11 de septiembre de 1973 la precaria ilusión de un cambio político pacífico, que permitiese modificaciones estructurales, fue pulverizada por el golpe de Estado de la cúpula militar encabezada por Augusto Pinochet.

El vuelco que experimentó Chile desde ese momento fue de una enorme y contundente drasticidad en lo político y en lo económico (e incluso en lo ambiental), que sus efectos perduran hasta el día de hoy.

No es que haya que contrastar, de forma mecánica, en todo, 1973 con 2019 para tener las respuestas seguras de lo que ahora ocurre. Un enfoque de este tipo, sin duda, sería incompleto. Sin embargo, el hecho de que los distintos gobiernos posdictadura (comenzando por el encabezado por Patricio Aylwin en 1990) no hayan redefinido ni reconfigurado la matriz político-económica heredada, quizá también los hace responsables, por omisión, de la profundización de los desequilibrios estructurales que el estallido social de octubre de 2019 está poniendo en evidencia.

Para rematar, la Constitución sigue siendo la del tiempo de Pinochet, aunque con algunos retoques.

El discurrir socioeconómico chileno desde 1973 ha estado marcado por un intenso y amplio proceso de debilitamiento de la infraestructura y las capacidades estatales, y es esto lo que de algún modo señala el furioso estallido social.

Temas estratégicos como el recurso agua, el transporte, las pensiones, la educación constituyen el nódulo que catapultó la enardecida reacción popular.

La rectificación que ahora Sebastián Piñera, presidente de Chile, ha ofrecido, empero, se queda corta frente a la magnitud de las dificultades de la vida chilena de todos los días.

Ni ese listado de medidas paliativas ni la renuncia en pleno del gabinete de gobierno ni el cese del estado de emergencia están a la altura de las circunstancias.

La puesta en escena, el 25 de octubre, de la multitudinaria concentración cívica de cerca de un millón de personas en el corazón de Santiago, es para romper todos los esquemas.

La debilidad organizativa, en programa y en tejido social, de los sectores populares y los sectores medios —pues es desde donde saltó el estallido social—, hasta hoy, podría ayudarle al presente gobierno chileno para no ir más allá de la rectificación ofrecida, que aliviará e incluso calmará la presión social, pero que no resolverá la fractura social en carne viva que la iracundia ciudadana connota.

Sin embargo, el libreto apenas comienza a escribirse.

Por eso, no deja de asombrar la percepción que tienen de la situación personas del entorno íntimo de Sebastián Piñera (es decir, Cecilia Morel), cuando en confidencia telefónica a una amiga expresó lo que ella creía que ocurría:

‘Adelantaron el toque de queda porque se supo que la estrategia es romper la cadena de abastecimiento, de alimentos, incluso en algunas zonas el agua (…) o sea, estamos absolutamente sobrepasados, es como una invasión extranjera, alienígena, no sé cómo se dice, y no tenemos las herramientas para combatirla’.

No hay duda que este modo de visualizar las cosas es un desvarío, pero también un buen indicador de la desconexión de los grandes propietarios chilenos (Piñera forma parte de ese club exclusivo, y no por ser presidente de la república). Si no es porque se trata de la tragedia chilena, ese desvarío da elementos para elaborar un guion cinematográfico.

¿Y cómo se llamaría la película?

Pues, Chile y los alienígenas.