Los casos de corrupción siguen a la orden del día en nuestro país, como si las malas experiencias durante administraciones anteriores no fueran razón suficiente para considerar que las actuaciones de los funcionarios, ya sean elegidos o designados, pueden tener consecuencias en el tiempo, tanto para sus vidas como para las de sus familiares.

O a lo mejor es esta falta de convicción o de creencia en las consecuencias de los actos individuales, la que hace de la administración pública salvadoreña un escenario tan propicio para abusar de las facultades conferidas. Normalmente, como se vio la semana pasada, los casos de corrupción revelados por periodistas siguen el mismo guion: primero, con la negativa del funcionario señalado, quien además se declara ofendido porque se violó su derecho de respuesta y anuncia las medidas legales a emprender en defensa de su honra y su apellido. Le sigue la actitud tolerante de la Presidencia de la República, que, o guarda silencio, o ataca al medio de comunicación a cargo de revelar las irregularidades en el Gobierno, que por cierto, debería ser la parte más interesada en esclarecer.

¿Qué hace de una persona un funcionario corrupto? Hace veinte años afirmaba que la impunidad era la raíz del problema y parecía lógico llegar a esta conclusión, ya que en todo el continente había expresidentes detenidos, procesados o buscados por casos de corrupción, mientras que El Salvador brillaba por la supuesta integridad de sus exmandatarios, quienes al final de su período partían a un exilio dorado como nuevos diputados del Parlamento Centroamericano –con fuero por supuesto– o volvían a sus empresas familiares, donde –cómo no– podían también volverse proveedores del Estado que acababan de gobernar. Vistas así las cosas, encarcelar a un expresidente sería el disuasivo del futuro.

Esta candorosa suposición se rompió con los primeros procesamientos contra expresidentes, tanto de la derecha política como del partido de izquierda, las acusaciones por enriquecimiento ilícito se fueron sumando una a una, abriéndose temporalmente una ventana para que la mirada ciudadana contemplara por primera vez, hasta dónde puede llegar la ambición y la codicia de fondos públicos por parte de los primeros a cargo de su administración y resguardo: gracias al periodismo supimos de concesiones amañadas, de grandes comisiones pagadas por medio de la banca internacional, de arbitrajes en los que el Estado siempre perdía, o de las vidas de lujo costeadas por la misma pobreza que juraban atacar. En medio de todo ello, iniciaron las huidas repentinas del territorio, como si de un naufragio de pretendidas moralidades se tratara y cuyos efectos perduran hasta el día de hoy.

Los corruptos en realidad se alimentan de dos percepciones profundas: necesidad y oportunidad. Las primeras son necesidades creadas o inventadas, pues aspiran a un estatus económico que no pueden permitirse en forma lícita y que desean imitar siguiendo a los patrocinadores de sus carreras políticas, o ayudar al financiamiento de la misma organización que les han permitido una vida de viajes y lujos. En esto último, bien pueden ir ambas cosas de la mano: financiar al partido y financiarse a la vez a sí mismo, de esta forma todos son felices y hasta hay algunos que piensan que la patria se los agradecerá.

La otra cara de esta moneda es la oportunidad: instituciones públicas débiles o debilitadas tras décadas de pasividad frente a la corrupción, o que participan de esta omitiendo las facultades constitucionales de control que nunca han llegado a esgrimir con rigor ni dureza, dejan en una laxitud permanente el sistema de controles, que fácilmente es aprovechada por quien tiene certeza de no ser castigado, o que las consecuencias de sus abusos serán mínimas comparadas con las ventajas que adquiere ilícitamente: prestigio, bienes, compra de aliados, pago de campañas, en fin, todo lo que con dinero público se pueda comprar.

Ni el relevo político ha podido salvar al país de esta lacra y las acusaciones van a continuar en un período ya de por sí difícil, en el que la pobreza lejos de disminuir aumentará. Pero los corruptos seguirán allí y solo una mayor dosis de beligerancia ciudadana será el remedio, y esto implica pasar de la pasividad a la acción.