“Lo más duro es que le digan a uno que le van a ayudar y que no lo van a dejar solo y a la hora de las horas le digan: ‘Váyanse’. No hay para comida, no hay para pasaje, no hay para pagar un lugar. Nada”. Ese es el coraje de Amalia Serrano, quien junto a su esposo y sus dos hijas, tienen cuatro años de huir de las pandillas.

La tortura de la familia de Amalia empezó en 2016, cuando vivían en Ciudad Delgado y las pandillas se enteraron que su esposo, Pablo Castro, era un expolicía. “Nos desplazó la mara 18”, dice el exagente.

Buscaron refugio en El Pedregal City, una zona franca en el departamento de La Paz.

“No teníamos nada, en el suelo estábamos durmiendo, en cartones. Estábamos haciendo nuestra vida, ella empezó a trabajar, yo empecé a vender tostadas en la zona franca; me levantaba temprano a hacer enredos, a reparar computadoras, a la escuela de ahí yo le reparé muchas computadoras, así empezamos a comprar nuestras camas, en eso estábamos cuando la MS nos desplazó porque yo había visto que habían matado a una persona de ahí y salimos huyendo para Jayaque”, relata Castro.

Pero el calvario apenas empezaba. Unos familiares los recibieron en Jayaque y comentaron el problema que los había hecho huir, jamás se imaginaron que uno de sus mismos familiares pertenecía a la pandilla y que los desplazaría una vez más.

“Nos pusieron una pistola en la cabeza y nos dijeron que ya sabían de donde veníamos”, dice Castro con voz cortada.

Esa misma noche huyeron y pidieron refugio en el puesto policial.

Ningún familiar los quiso recibir por temor. “Nosotros no podemos regresar de donde ya venimos, porque vamos a poner en riesgo a la gente que vive ahí, y nos arriesgamos a que nos suceda algo a nosotros. Hemos tratado de comunicarnos con la gente y nos dicen: No vayan a regresar, a mí me han estado preguntando dónde estás vos”, relata Amalia.

Empezaron una nueva vida en Quezaltepeque, al norte de la capital. La familia Castro Serrano dice que empezaron a hacerse de sus cosas, nuevamente. Camas, ropa y enseres, pero no en una casa, sino una ermita, que un sacerdote les prestó para vivir.

Sin embargo, el sacerdote les pidió desalojar, porque necesitaban ocuparlo.

 

Las ONG’S

Desesperados y con miedo de encontrarse a las pandillas, acudieron a la Agencia de la Organización de las Naciones Unidas para los Refuciados (ACNUR) y solicitaron refugio en Estados Unidos.

Mientras el proceso de refugio se tramitaba, ACNUR los ubicó en un albergue de Cáritas El Salvador y ahí pasaron nueve meses.

“Aguantamos, no nos quejamos, no decíamos nada, siempre bajamos la cara”, recuerda Amalia, pero gritó cuando sus hijas, Martita de ocho años, y Lucía, de 10, le confesaron que otros albergados las tocaron. (Ver nota aparte)

Al renunciar al albergue de Cáritas, fueron reubicados en un albergue que gestionó el Instituto de Derechos Humanos de la Universidad Centroamericana; sin embargo, se les negó el refugio y los sacaron del albergue.

El rostro de Amalia tiene la marca del cansancio, de la angustia y la impotencia. “No es fácil para mí. Yo tengo cuarto año en la licenciatura de relaciones exteriores de la Universidad de El Salvador y yo ando lavando baños, cocinándole a gente, haciéndole trabajo del hogar; yo sé que ningún trabajo es malo, porque es digno, pero a pesar de eso ¿cómo cree que se siente que otra gente que no tiene ni estudio, y que no le ha costado conseguir las cosas, lo está mandando a uno? Es humillante, pero digno, sí porque me gano la comida”, esas palabras se combinan con un río de dolor.



La familia dice que han tenido que pasar noches en la calle y recurren a las delegaciones policiales, para sentirse resguardados.

Sin mucha esperanza, recurrieron a la Procuraduría para la Defensa de los Derechos Humanos (PDDH), quienes gestionaron el pago de alojamiento mientras buscaban una solución.

Aún con la impotencia atravesada en su garganta, Amalia reclama que no quiere asistencialismo, quiere un empujón para poder iniciar su vida, junto a su esposo y sus hijas, que no han pasado del primer grado en varios años.

Un documento de la PDDH hace constar que el relato de la familia es válido y que han pasado por “sucesos inadecuados relacionados a la autoridad, que merecen ser escuchados”; además, el documento recoge que necesitan atención en su salud mental y tiene “claros síntomas de angustia”.

Pablo dice que mientras hacían gestiones en la PDDH presentaron escritos hasta en Casa Presidencial, para ser escuchados.

A la salida de la procuraduría fueron abordados por un sujeto, con quien se identificaron, pensando que tendrían buenas noticias.

“¿Vos sos el que ha metido el documento con copia a Casa Presidencial?’, me preguntó y yo pensaba que me iba a decir algo sobre el caso -¡Sí!-, le dije. ‘Dejá de andarte metiendo en problemas, porque vas a terminar muerto o en la cárcel’.Agarré a mis hijas y me fuí”, relata el expolicía.

Antes de la aprobación de la Ley de Protección a Desplazados, en octubre de 2019, acudieron a la Dirección de Atención a Víctimas en el Ministerio de Justicia y en palabras de la familia, desistieron de ese proceso porque los querían separar.

A los Castro Serrano se les cerraron las puertas de la seguridad, del derecho al trabajo, la propiedad, a la vivienda, mientras en la Asamblea Legislativa se discutía si aprobar o no la legislación de la protección.



“Nos dijeron que hacen esto para que uno desista y se olvide del proceso”, concluye Pablo, quien asegura que no son la única familia que ha desistido de la ayuda no gubernamental y de la misma estatal, porque no les soluciona su problema de desplazamiento.

“Mire, cuando uno ha estado en confinamiento sale con un miedo y un pánico que usted no tiene idea, enfermedades que uno coge estando ahí”, recuerda Amalia, quien solo pide rehacer sus arraigos familiares, y recuperar su vida.

A los Castro Serrano, la PDDH les dijo que ya no podía financiarles más alojamiento y se quedaron en la calle; recientemente aceptaron la ayuda de la Dirección de Atención a Víctimas, quien tras la aprobación de la normativa que reconoce el desplazamiento forzado por violencia, activó un albergue.

El expolicía relató que pidieron ayuda en el Comité Internacional de la Cruz Roja, pero se las negaron porque había portado armas de fuego; el director del CICR, Olivier Martin, dijo a este medio que su accionar se vuelve limitado a la cantidad de víctimas del fenómeno y que en ocasiones tienen que desistir de dar la asistencia.

*En este relato, los nombres fueron cambiados por protección a las víctimas.

 

“A ellas las tocaron en cáritas”

 

En el lugar donde la familia Castro Serrano pensaba estar segura, sus hijas fueron vulneradas. Amalia cuenta que Martita y Lucía le contaron que otros albergados las encerraron en el baño y las tocaron; dos exámenes psicológicos hechos a las niñas respaldan que tienen problemas de aprendizaje, ansiedad, angustia y rechazo al sexo masculino, tras una agresión sexual. La Procuraduría para la Defensa de los Derechos Humanos respalda ese peritaje con uno propio. Sin embargo, el dolor de la familia es que la misma ONG, Cáritas, no quiso hacer nada y les ofreció irse del albergue, aún cuando no tenían a dónde ir.

“Si ustedes denuncian, el caso se les va a caer y ustedes van a ir a la calle, y eso ocurrió. Nos tiraron a la calle”, recuerda Pablo.

Diario El Mundo preguntó a Cáritas por el caso y señalaron que por el momento no podían dar una declaración, debido a que sus directores no estaban. La familia dice que al renunciar al albergue exigieron que en el documento de renuncia se plasmara la agresión sexual y se los negaron.