Al comenzar a intentar ordenar mis ideas este martes 4 de junio del 2019 para escribir algo, he caído en la cuenta de que nos encontramos a exactos siete meses de arribar a las tres décadas de algo trascendental que marcó un antes y un después en El Salvador. Ciertamente, lo fue. Pero casi nadie lo recuerda cuando se pretenden formular balances de país como cuando, por ejemplo, hoy con el reciente cambio en la conducción del Ejecutivo. En ese escenario recurrente cada cinco años, la costumbre es escarbar entre los restos de lo ocurrido durante la administración anterior para emitir juicios lapidarios y sacar “sesudas” conclusiones. A veces, hasta para predecir lo que vendrá.

En mi caso, como punto de partida y parámetro para la reflexión, mejor consideraré el contenido del primer acuerdo al que arribaron la guerrilla y el Gobierno de la época en el marco de las negociaciones ‒promovidas y mediadas por Naciones Unidas para terminar su guerra. Eso pasó en Ginebra el 4 de enero de 1990. Los dos bandos enfrentados militarmente entonces, decidieron iniciar un proceso para alcanzar la paz.

Aunque no lo plantearon así en el texto, de eso se trataba al ver los grandes objetivos delineados: cesar el enfrentamiento armado “por la vía política” lo más pronto posible, democratizar el país, garantizar el respeto irrestricto de los derechos humanos y “reunificar” la sociedad. Por ello, este humilde ejercicio no considera únicamente el período presidencial que acaba de finalizar; las condiciones están dadas para, al menos, esbozar algunas opiniones sobre el devenir patrio en los últimos 30 años: veinte “gobernando” el partido Alianza Democrática Nacionalista (Arena) y diez el Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN). “Gobernando”, pero no rigiendo los destinos de El Salvador en beneficio de sus mayorías populares por estar respondiendo a otros intereses.

¿Se logró la pacificación? Ni siquiera en el discurso político. Mientras Arena ocupó Casa Presidencial su antípoda, desde la oposición, no le perdonaba una y entre la llamada “sociedad civil” no faltaron voces sumándose al coro; luego éstas –cuando se dio no la “alternancia”, sino el “cambio”… pero de “cancha”– se “burocratizaron” engrosando las filas del oficialismo, “justificando” o “minimizando” lo que antes criticaban, pues nunca lograron superarlo. Lo que antes censuraban, después lo aplaudían. Arena, por su parte, pasó al terreno opositor y se dedicó a disparar contra el par de administraciones dizque de “izquierda”.

Ninguno logró dejar atrás el sangramiento perenne que, igual que antes, siguió regando los territorios donde sus habitantes continuaron y continúan intentando hacerle una finta salvadora a la muerte violenta, para que su largo y fatal brazo no les dé alcance. Muchas veces no lo consiguen y pasan a engrosar las estadísticas luctuosas que, más que motivar a plantearse estrategias creativas y exitosas, solo sirvieron para que esas hoy destartaladas maquinarias electorales se acusaran mutuamente de no poder contener la violencia; una lo hizo durante dos décadas, la otra durante una.

Arena puso el grito en el cielo aseverando que el 2015 fue el año más violento de la posguerra, al cerrar con un terrible saldo cercano a las 6,700 víctimas asesinadas. El FMLN quizás ni se enteró que el promedio anual oficial de éstas entre 1995 y 1997 fue de 7,211, porque no recuerdo que manejaran ese dato; no obstante, sí denunciaba furibundo el fracaso “arenero” en materia de seguridad ciudadana. Lo mismo pasó con la muerte lenta producto de la exclusión y la desigualdad: uno y otro partido se esmeraban en echarse la culpa, sabiendo que los dos eran responsables siendo obedientes a poderes ocultos y además buscando su provecho particular. El bien común fue, para estos, ¡pura paja!

¿Es pues este un país en paz? ¡No! En lugar de los logros ficticios, quedaron vigentes los principales “ogros” que abaten a las mayorías populares: sangre, hambre e impunidad. Esta última, fortalecida con la amnistía de 1993, protegió a criminales responsables de atrocidades cometidas por ambos bandos y permitió además que ambos hicieran de las suyas con los dineros del pueblo al que le negaron así salud, educación, empleo digno y demás.

Ese es mi balance. No es sobre el Gobierno despedido con cohetes y chiflado en la plaza pública cual sumarísimo juicio popular, sino de los desgobiernos de quienes nos mintieron escondiendo tras sus acuerdos la más perversa falacia: el logro de la paz. A las recién estrenadas autoridades del Ejecutivo les corresponderá enfrentar los mismos “ogros”. ¿Habrá logros? Esperemos que sí porque si no, que Dios nos agarre confesados…