El país vive desde hace días en un régimen de excepción de facto, al que la semana pasada se vino a sumar el Decreto Legislativo N° 639, con el que se pretende regular la vida de las personas en lo que a su aislamiento y el cumplimiento de la cuarentena se refiere. El mundo sufre una pandemia y las autoridades salvadoreñas no encontraron mejor remedio que la fuerza o la amenaza del uso de esta para controlarla. Para algunos, esta es una expresión de autoridad; para otros, representa el retorno a etapas previas a la política en sociedad, cuando el convencimiento cedía siempre a la imposición. Allí estamos.

Ejemplo de lo dicho es el Art. 9 de esta “Ley de Regulación para el Aislamiento, Cuarentena, Observación y Vigilancia por COVID-19”, y que, según sus patrocinadores desde Presidencia y Asamblea Legislativa, pretende cumplir los fines apuntados y a la vez ajustarse a los parámetros jurisprudenciales y constitucionales, que solamente permiten restringir derechos individuales con base en una ley formal, ya no mediante decretos ejecutivos como se ha venido haciendo. En la mencionada disposición, se describe el procedimiento que seguirán las autoridades policiales y militares cuando se encuentren con personas que incumplan la “cuarentena domiciliar”.

Dice la disposición: “...El incumplimiento a lo establecido en el artículo precedente, habilita también a las autoridades de seguridad pública que tengan a su cargo las tareas de control del cumplimiento de la medida sanitaria, a notificarle el incumplimiento en que ha incurrido y trasladarle de inmediato a la persona al establecimiento de evaluaciones médicas más cercano al lugar en que fue encontrada circulando, cumpliendo los protocolos sanitarios que protejan la salud de los agentes de autoridad y de la persona de que se trate, instándole a que les acompañe de manera voluntaria, y apercibiéndole que, en caso de no hacerlo, se le trasladará aún contra su voluntad al establecimiento antes mencionado, en virtud que su conducta pone en riesgo la salud pública de la generalidad…”.

Una serie de contrasentidos resultan evidentes. Para empezar, se encomienda a autoridades de seguridad pública –que para fines prácticos de actualidad pueden ser policial o militares- la misión de cumplir con tareas de control sanitario para las cuales no han sido entrenadas. Las personas, que por algún motivo se encuentren en la vía pública, quedan expuestas al abuso de fuerza -como ya lo ha hecho constatar el Procurador para la Defensa de los DDHH en más de setecientos casos- y cargando con una presunción de contagio o responsabilidad objetiva, que da al traste con los derechos y garantías de los cuales cada quien es titular. Incluso durante estados de emergencia, como desde 1987 que se viene recordando a los Estados la Corte Interamericana de Derechos Humanos.

Por si tales antecedentes no fueran suficientes para causar asombro entre la comunidad jurídica nacional e internacional, se les suma la “invitación” que la nueva ley incluye, para que el detenido acompañe a policías y militares de manera voluntaria, “…y apercibiéndole que, en caso de no hacerlo, se le trasladará aún contra su voluntad…”. En suma, las autoridades pretenden que un ciudadano sujeto a coacción, aislado de su entorno familiar y rodeado por personal armado y de uniforme, exprese un consentimiento libre de vicios para ser puesto en una situación de incertidumbre y riesgo para la misma salud que se pretende resguardar. El Art. 9 constituye una legalización de la renuncia expresa de derechos que por naturaleza son irrenunciables e indivisibles.

Esta legislación de emergencia guarda bastante similitud con la normativa acuñada durante el periodo colonial, hace cinco siglos, cuando allá por 1526 ya se hacía uso del conocido como “Requerimiento de Palacios Rubios” compuesto por el jurista del mismo apellido y que debía leerse a los nativos de estas tierras para que aceptaran voluntariamente someterse a la esclavitud del monarca español. Como lo cuenta el historiador guatemalteco Severo Martínez Peláez en su célebre ensayo histórico: “se invitaba –se requería- a los indios a aceptar “a la Iglesia por Señora y superiora del Universo Mundo, y al Sumo Pontífice…y al Emperador e Reina Doña Juana nuestros Señores en su lugar, como a Superiores y Señores y Reyes de etas islas y tierra firme…”.

Por supuesto que nuestros ancestros no entendían el español y las mechas de arcabuces y cañones ya estaban encendidas antes de hacerles dicha invitación. Lo mismo que hoy.