Hay disputa entre las dos ideas. Se están llevando mal y ese desacuerdo repercute hoy en las discusiones públicas sonoramente. Estamos en ebullición política.

El conflicto se da porque apelan a principios opuestos. Los defensores de la democracia recurren a una posición que no quiere en la práctica reconocer límites. Y cuando se actúa colectivamente, como en la Asamblea Legislativa, no hay autoridad superior a ese accionar.

La Constitución establece límites infranqueables, capaces de resistir la presión de los grupos legislativos.

La tensión es real. Y es gravosa para la vida institucional. Este fenómeno ya es viejo en Europa y en América. Está planteado esquemáticamente así: Constitución y democracia deben ser compatibles.

La Constitución no debe ser vista como atadura, sino como racionalidad democrática, como resultado de un pacto democrático, que limita y sujeta a la ciudadanía.

El constitucionalismo defiende la democracia y la libertad a través de la Sala de lo Constitucional.

Una tensión como la actual, que involucra a los tres poderes del Estado, debe ser vista como un evento (consecuentemente temporal) valioso para la salud cívica de la ciudadanía.

La justicia constitucional, al enmendar errores de la Asamblea Legislativa, muestra su carácter contramayoritario.

Su competencia sobrepasa siempre los excesos políticos. Y así debe de ser.

El pecado es siempre político, no jurídico. Sin embargo, la solución debe estar en los dos campos. Intentemos un diálogo de actores que puedan hacerlo con metas alcanzables. Lo jurídico está en el texto constitucional y en su interpretación jurisdiccional; lo político, en manos del Gobierno y del Presidente.

Vemos un diálogo de sordos. Quien pecó, pide perdón; y el que aparentemente no, hoy se agarra del pecado como si fuera su propio proyecto político.

Le recuerdo al FMLN que fue esta Constitución y su reforma la que aceptó para firmar después el Acuerdo de Paz.

Los actores ya no son los mismos. Hay nuevos. Llamemos a que suenen otra vez aquellos claros clarines de paz para que todos, hasta los que no estuvieron presentes, asuman el rol constitucional que demandamos de la clase política. Ya no hay tiempo, la política por sí sola caldea los ánimos y enciende pasiones.

La democracia es evolutiva, pero también ha sido traumática y sangrienta. En ella, el proceso político debe ser el garante de la institucionalidad. Sus responsables, los partidos políticos, no están representando a la ciudadanía en esta crisis. Se alejan de ella. La presencia ciudadana en las calles, en los medios y en las redes sociales no solo es amplia, sino intensa y con una vivencia que la hace fuerte y muy visible.

La ciudadanía, como fuerza viva, ha sido observadora, estoica, participativa y hasta arrojada. La historia escribe sus triunfos. Hoy les está reclamando que se le respete.

El sector político se debe a la ciudadanía y no a otros intereses. El reto está planteado.

Siguiendo al poeta Escobar Galindo aceptemos que “cada día es más cerrada la pugna entre la ciega tozudez del inmovilismo y la aventura de la creación continuada”. El Cambio es imparable, es necesario y justo. El salvadoreño ha sufrido suficiente y merece un mejor futuro.

Los sistemas deben funcionar en forma pronta y efectiva y perseguir todo tipo de delito e incumplimiento y al mismo tiempo garantizar el respeto a los derechos fundamentales.

La Constitución y el Estado ya tienen establecidos los mecanismos de garantías de los derechos ciudadanos. Por separado es necesario que la ciudadanía se organice, exponga y discuta su posición en cuanto a criterios en todo proceso público que le afecte increpando a los gobernantes.