Es usual que desde los titulares de los poderes públicos se justifique la legitimidad de sus actuaciones exclusivamente en términos de respaldo electoral expresado en las urnas, lo cual es acertado dadas la caracterización del Estado como democrático, según el art. 85 de la Constitución.

Sin embargo, dicho enfoque es insuficiente. En nuestro régimen normativo fundamental se configura una institucionalidad estatal que excede los órganos políticos, resultantes del voto popular –Legislativo y Ejecutivo–, y comprende además, al Judicial –el tercero de los órganos fundamentales–, al Ministerio público, a la Corte de cuentas de la Republica y al Tribunal supremo electoral; cada uno con atribuciones y competencias importantes, de cuya interacción total resultan las políticas públicas y los actos en los cuales se expresa la voluntad estatal con los cuales las funciones asignadas a los entes públicos.

El Salvador, además de estar configurado como democrático, lo está como un Estado constitucional de Derecho, lo cual implica que desde la Ley fundamental se determinan los roles asignados a diversos entes públicos encargados del control del poder, justamente para proteger los derechos de los ciudadanos, evitar abusos, vigilar la hacienda pública y la ejecución del presupuesto de manera que se eviten actos de corrupción, etc.

Desde hace años venimos escuchando de presidentes de la República, diputados, dirigentes partidarios y demás políticos, que dado el respaldo electoral endosado por el pueblo, están habilitados para realizar cualquier actuación libremente, como argumento exclusivo de legitimidad en el ejercicio de sus potestades públicas. Se ignora que para el Legislativo y el Ejecutivo, el haber ganado una elección solo aporta legitimidad de origen, pero esta debe ser complementada con una legitimidad de ejercicio del poder.

Esta última acompaña al titular de un cargo durante todo el tiempo de ejercicio del mismo, e implica someterse a las reglas constitucionales y legales que rigen su actuación, y sobre todo respetar los límites que les imponen los derechos fundamentales, el debido proceso administrativo, el sometimiento al control judicial de legalidad –contencioso administrativo– y de constitucionalidad –por todos los jueces, vía inaplicación, y por la Sala de lo Constitucional–.

A partir de experiencias relativamente recientes de gobiernos que cometieron violaciones a derechos humanos, amparados por leyes que les aprobaban mayorías afines, se introdujo en el constitucionalismo la distinción entre legalidad y legitimidad. La primera implica solamente cumplimiento mecánico de las leyes, sin atender las exigencias materiales derivadas de los valores y principios constitucionales, y especialmente de los derechos de la persona, reconocidos y tutelados en la Constitución y en los instrumentos sobre derechos humanos.

Es justamente la idea de legitimidad la que plantea exigencias materiales a los poderes públicos, incluso a los que derivan del voto popular; o dicho en otras palabras, acompaña a la legitimidad de origen con la de ejercicio, y solo por el cumplimiento de ambas se puede afirmar que el respectivo órgano estatal o funcionario ha actuado conforme a Derecho,

Y es que el mismo pueblo está sometido a las normas jurídicas, y en tal sentido es esencial lo declarado por el art. 83 de la Constitución: El Salvador es un Estado soberano, pero la soberanía reside en el pueblo; por tanto, incluso el mismo titular del poder está sometido a la Constitución, de cuya estructura normativa solo puede dejar de estar sometido cuando ejerce el derecho de insurrección, con la finalidad de restablecer el orden constitucional alterado por los funcionarios políticos.

Es por ello que la democracia salvadoreña no puede ser calificada solo como una democracia electoral, medida exclusivamente en términos de apoyo popular en las urnas. Es justamente el rol de los tribunales que ejercen la potestad jurisdiccional –en los juicios de cuentas, en la justicia electoral o en la justicia en general–, respectivamente la Corte de cuentas, el Tribunal Supremo Electoral y el Órgano judicial, todos estos con el apoyo del Ministerio público-fiscal, el que marca el camino para el respeto a los límites jurídicos de los poderes públicos, con los valores, principios y derechos fundamentales en la mano, contenidos materiales del Derecho en todo caso, que enriquecen la vivencia de un régimen constitucional y democrático.