Somos un país subdesarrollado, tercermundista, pobre y dependiente, pero a pesar de todo somos una república democrática que, constitucionalmente, consta de tres poderes estatales que idealmente y por su naturaleza existencial deben permanecer separados, aunque los tres juntos deben ser fundamentales para procurar el bienestar de todos los salvadoreños.

El Ejecutivo, el Legislativo y el Judicial, son tres poderes formales que son temporales y delimitados y que deben, en esencia, ser entes de ejecución y control. El primero ejecutando las políticas gubernamentales para generar desarrollo y gobernabilidad para garantizar el bienestar social, el segundo creando leyes para garantizar la convivencia respetuosa que permita demarcar lo legal de lo ilegal, y el tercero generando una pronta y cumplida justicia para todos los ciudadanos mediante el juzgamiento del cumplimiento de lo legal. En teoría ningún poder es más que el otro. En la práctica así debería de ser.

Ni el Ejecutivo debe tratar de poner a su servicio el poder Judicial o Legislativo, ni el Legislativo o el Judicial al resto. Cada uno es o debería ser independiente del otro y sujetarse a cumplir fielmente lo que le manda la Constitución de El Salvador. Si uno falla, pues para eso están los controles democráticamente establecidos y recogidos en la Carta Magna. Somos una república y por ende los poderes no son absolutos, definitivos ni verticalistas. Emanan de la voluntad popular, la cual, en ocasiones, puede equivocarse porque así es el juego fiel de la democracia.

Los poderes deben existir separados. Pero esa separación es solo operativa en cuanto a sus funciones específicas delimitadas por nuestra Carta Magna, pues el objetivo ideal de los tres poderes es y debe ser siempre, buscar las mejores condiciones de vida de cada uno de los salvadoreños y procurar la armonía del Estado en todos sus rubros. En ese sentido, estar separados no es estar divorciados, ya que hay y habrá situaciones en los que los tres poderes deben coincidir y aunar esfuerzos para buscar favorecer los intereses de todos los que nacimos en este lindo país. En tal sentido, el Ejecutivo no puede dar órdenes al Judicial o al Legislativo. El Judicial no puede ni intervenir en el Legislativo o el Ejecutivo, salvo cuando tiene que ejercer su papel contralor del cumplimiento de las leyes. El Legislativo no puede decidir por el Ejecutivo o el Judicial, a no ser que cumpla con lo que le mandata la Constitución.

No es legal, lógico ni prudente que los poderes se interfieran. Interferirse entre ellos es peligroso para el ejercicio democrático. Ninguno de los poderes debe actuar interna e individualmente con el afán de perjudicar a los otros poderes. Cada uno tiene su deber ser y deber hacer y deben limitarse a actuar de la mejor manera, sabiendo que se deben al pueblo.

Por lo anterior es insolente y se ve antidemocrático cuando el Ejecutivo pretende dar órdenes al Legislativo. De igual forma se ve cuando el Legislativo toma decisiones que solo buscan incomodar al Ejecutivo. Por ejemplo, no fue nada democrático que el presidente Nayib Bukele pidiera a los diputados que no eligieran al actual procurador de derechos humanos; tampoco fue democrático que algunos diputados de la Asamblea se empecinaran en elegir a un procurador aparentemente descalificado por supuestas demandas en la Fiscalía. Ese hecho pareció una medición de fuerzas entre ambos poderes, lo cual no abona en nada para la sana convivencia de la nación, mucho menos aporta a la democracia y al desarrollo nacional.

Lo más saludable para la nación es que los poderes que emanan de la voluntad popular estén siempre separados y manteniendo los controles legalmente establecidos entre ellos para que, precisamente, no haya abusos de poder como en ocasiones suele pasar. Internamente cada poder debe actuar con base a su propia funcionalidad y con base a ello rendir cuenta a quienes decidimos darles el poder formal. Pero tampoco es civilizado o democrático que los poderes, de manera individual, hagan a su antojo, como por ejemplo romper protocolos establecidos con “honorabilidad” y criterios partidarios. De tal manera que el 1 de noviembre debe asumir la presidencia de la Asamblea Legislativa el diputado que hace 18 meses fue acordado. Modificar el protocolo no es ilegal, pero es antojo con intereses políticos que nada fomenta la aversión hacia los diputados.

Tener poder es tener responsabilidad y hay que ejercerlo con mucho humanismo y conciencia.