¿Puede un gobierno elegido democráticamente convertirse en una dictadura? Si le preguntan a algún político, analista o partidario del gobierno actual, les dirán que no. Mientras la gente les confíe el voto y no haya sangre, no hay ningún problema.

Las personas que piensan así solo pueden hacerlo por dos motivos: son ignorantes o buscan una renta para fingir que lo son. Nadie, en su sano juicio, sería capaz de respaldar una posición tan absurda. Acá no hay intermedios; al menos no uno que yo pueda distinguir.

Que un gobierno haya superado con éxito el proceso electoral no prueba más que el hecho de que tiene suficiente popularidad entre los votantes. Si bien es un paso fundamental para llegar al poder de manera pacífica, haber demostrado superioridad en las urnas no es inmunidad ante posibles desviaciones a modelos autoritarios ni una bendición para que los elegidos reclamen derechos de propiedad sobre las personas o exijan que las instituciones se rindan a sus pies. Más allá del origen del poder, también es importante considerar los propósitos.

La ausencia de violencia tampoco es un indicador confiable de vivir en libertad. Para someter a un país a una dictadura, no es necesario sacar un pelotón de soldados que amenacen de derecha a izquierda a cualquiera que se oponga al gobierno o se atreva a cuestionarlo. El mismo objetivo se puede lograr sin un solo disparo prostituyendo las instituciones democráticas para que los límites que marcan la separación de poderes y garantizan nuestras libertades individuales se diluyan en favor de los caprichos de una sola persona, el titular del Ejecutivo.

Los dictadores de hoy no son tan toscos como solían ser. Las redes sociales, la prensa, la organización de la sociedad civil y los avances políticos a nivel mundial a favor de la libertad han obligado a quienes tienen aspiraciones autoritarias a buscar innovadoras formas de imponer su voluntad sin recurrir al fraude directo o la violencia. Su nuevo desafío es someter a todos a su supuesta omnipotencia y reclamar los beneficios de una dictadura sin ser reconocidos como tal, donde todo acto que agranda su poder y se ajusta a su criterio político es justo y legal.

Si algo hemos aprendido de otros países que recientemente han caído en dictadura es que ahora surgen por infección, no revolución. Llenan las instituciones públicas de simpatizantes para asegurar su lealtad y poder espiar lo que allí sucede; crean enemigos ficticios para poder culpar a otros de sus errores; compran voluntades en áreas estratégicas, tanto en el sector público como en el privado; patrocinan a intelectuales, que se dedican a promover y defender ideas que favorecen la concentración del poder; crean medios para desinformar a la población, pero lo más importante, beatificar su imagen; utilizan la fuerza armada para mil y un cosas, a fin de naturalizar su presencia en las calles; y quién sabe qué otras cosas para esconder su verdadera cara, minar los límites al poder y así dar la apariencia de ser democráticos y respetuosos de la libertad.

Pero El Salvador todavía tiene tiempo para evitar caer en una dictadura. El 28 de febrero tendremos una oportunidad más corregir el rumbo y evitar que la infección continúe.