Antes hablaban de “catorce familias” oligarcas, formada por los grupos con mayor riqueza y poder en el país; de ese exclusivo entorno ‒“la flor y nata” de la sociedad‒ formaban parte las familias Dueñas, Regalado y Guirola, entre otras. Del 2013 al 2014, según Oxfam Internacional, los multimillonarios guanacos crecieron de 150 a 160; diez más en tan solo un año, con una riqueza superior a los 1000 millones de dólares estadounidenses. Y según publicación de la Revista Forbes Centroamérica del 24 de julio del año recién pasado, entre los 25 personajes más acaudalados de la región ‒incluida República Dominicana‒ figuran tres nacionales: Roberto Kriete, Ricardo Poma y Roberto Murray, poseedores de montones de dinero.

El primero, por ejemplo, al cierre del 2019 presidía la junta directiva de Avianca y era dueño del 22 % de sus acciones; también era el accionista mayoritario de Volaris y encabezaba la junta directiva de Aeroman. Entonces, hace catorce meses, sus inversiones totales sumaban 4890 millones. Haciendo números, eso equivale a más del 65 % del proyecto de presupuesto general de la nación presentado por el Gobierno el 30 septiembre del 2020; sus activos totales, 7273 millones, casi alcanzaban el 98 % del mismo.

¿A qué viene lo anterior? Pues a que hace poco más de trece años, la Organización de las Naciones Unidas (ONU) proclamó el 20 de febrero como el Día mundial de la justicia social, que comenzó a celebrarse en el 2009. Así, esta entidad universal pretende contribuir a eliminar la pobreza además de fomentar el pleno empleo y el trabajo decente, la igualdad entre los sexos y el acceso al bienestar humano. En definitiva, justicia social para todas las personas por ser esta esencial condición para una convivencia en paz y prosperidad. Entre la proclamación de esa fecha y su conmemoración inicial, la Organización Internacional del Trabajo (OIT) ‒parte del sistema de la ONU‒ adoptó el 18 de junio del 2008 su propia declaración relativa a la justicia social para una globalización equitativa.

Pero hablan de un deber ser muy distante de lo que ocurre en el mundo y acá. Precisamente la OIT acaba de publicar el documento denominado “COVID-19 y el mundo del trabajo: Punto de partida, respuesta y desafíos en El Salvador”. Su inicio, contundente y poco alentador, sostiene que el país “recibe la pandemia […] en un contexto económico frágil”. En adelante, se viene la lluvia de datos entre los que destaca el fuerte impacto sobre todo en el sector terciario de la economía, siendo este el que más aporta al Producto Interno Bruto y “en el que se concentra la mayor parte de la población ocupada”. En el 2019 ‒se apunta‒ solo el comercio, los restaurantes y los hoteles ocuparon casi 900 000 personas, lo que se traduce en la tercera parte del total de dicha población.

Además, el 68.4 % de esta trabaja en la informalidad y se ha visto afectada por la baja de consumo. Pero también se arriesga a contagiarse debido a que las restricciones de movilidad y otras medidas sanitarias ‒ineludibles en el actual escenario planetario‒ son ignoradas al tener que solventar elementales y también ineludibles necesidades alimentarias y en salud como mínimo, para lo cual se necesita dinero.

“La alta incidencia de la informalidad ‒sostiene la OIT‒ es un rasgo importante del mercado laboral salvadoreño, por tanto, es bastante probable que el impacto de la crisis no se refleje únicamente en el incremento del desempleo y la informalidad, sino también en los ingresos laborales, especialmente de los ocupados menos calificados y en la economía informal”. Eso, continúa, “tendrá un devastador efecto en la pobreza laboral”; sobre todo, “en aquellos que actualmente no alcanzan a generar ni siquiera el salario mínimo mensual en sus actividades económicas”.

De una misma moneda, esta cara es la sedienta y hambrienta de esa tan lejana justicia social proclamada. La otra cara es la brillante como la plata que poseen unos pocos y también insultante para las mayorías populares salvadoreñas, empobrecidas y en vías de mayor empobrecimiento; es la que está grabada con los seis apellidos mencionados al principio: Dueñas, Regalado, Guirola, Kriete, Poma y Murray, entre otros. Si no todos, varios de estos poseen empresas inmobiliarias que están encementando el suelo patrio y destruyendo un de por sí precario medio ambiente.

Para ello necesitan un Estado indolente y complaciente como el salvadoreño, penetrado hasta el tuétano por la corrupción y negado a ser parte de acuerdos como el de Escazú que busca garantizar acceso a la información, participación pública y acceso a la justicia en asuntos ambientales en Latinoamérica y el Caribe.

Estos eternos dueños del país, deben recordar que sus mayordomos ya les evocaron y les pueden volver a evocar al gran Serrat con este cantar: “Disculpe el señor, se nos llenó de pobres el recibidor y no paran de llegar desde la retaguardia, por tierra y por mar […] Y como el señor dice que salió, y tratándose de una urgencia, me han pedido que les indique yo por donde se va a la despensa”.

 

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