Si existe un aspecto social relevante en nuestro país, por cierto, aún descuidado, es la escasa protección que se brinda a las madres abandonadas y sin ninguna ayuda por parte de los progenitores de sus hijos, no solo en relación a los alimentos y medicinas, sino en el cuido, orientación y enseñanza de los mismos y que, en cierta medida, ha incidido en el fenómeno sociopático del surgimiento de las pandillas infantojuveniles que hoy siembran de zozobra y dolor a nuestra nación.

Recuerdo, al respecto, que en mi experiencia docente, cierta vez tuve un alumno que se dormía, invariablemente, en todas mis clases. Ruegos y regaños suaves fueron insuficientes para alejarlo de la somnolencia, hasta que, en una oportunidad tuve que ir, con mi grado, a jugar fútbol a una cancha ubicada a unas cuadras de la escuela rural donde prestaba mis servicios magisteriales. Al pasar por una champa semidestruida, hecha con cartones y pedazos de plástico, uno de mis alumnos me dijo: “Ahí vive “Sueñito”, señor”. “Sueñito” era el apodo con que los demás niños conocían a mi discípulo. Entonces me dije, hoy debo conocer a la madre que nunca llega a mis llamados. Detuve la formación y bajé una pequeña hondonada. El sitio hedía a humedad y otras cosas nauseabundas. El hogar, si podemos llamarlo así, no tenía un mueble bueno. La madre era una señora ya vieja, mal vestida y pálida. Le dije quién era y sollozando me dijo que no podía asistir a la escuela, porque ella ocupaba la mañana entera en andar recogiendo pedazos de leña que vendía a los vecinos, con eso, añadió, ganaba unos centavos para la comida diaria de ella y “el cipote”. Con la chamiza que me queda, añadió, cocino allí (y me señaló un utensilio de hierro oxidado sobre el cual descansaba una ollita abollada). Luego me dijo algo que hizo vibrar todas las fibras de mi corazón: ¡el niño padecía de tuberculosis y no lo podía llevar a la Unidad de Salud, porque carecía de lo necesario para viajar! Pregunté por su padre y la señora me dijo: Pues me dejó embarazada y ahora solo vive borracho en el pueblo. No me ayuda para nada…

De mi salario mensual que devengaba en mi primer año de profesor (una suma fabulosa de 175 colones), comencé a darle ayuda a aquel hogar. Busqué ayuda solidaria y gracias a Dios la encontré amplia y humanitariamente. El niño comenzó a tener sus alimentos y medicinas apropiadas y yo le regalaba sus botecitos de vitaminas.

Muchos años después, trabajando en otra escuela, subió al bus un joven fortachón y bien vestido. Sentose junto a mí y me dijo: “¿Qué tal, don Armando? Siempre dando clases…”. Al ver mi cara de asombro, me sacó del apuro al añadir: “¿Se acuerda de Sueñito, señor? Ese soy yo. Saqué ya el bachillerato, aprendí mecánica y ahora sostengo a mi madrecita linda. También estudio Ingeniería en la universidad, ¿qué le parece?” Estuve a punto de darle un abrazo. Me invitó a su casa, pero yo laboraba en una escuelita situada en las faldas del volcán capitalino y me era imposible atender su gentileza.

Narro este episodio, entresacado de muchos casos más o menos similares, cuando estamos en las proximidades de conmemorar tanto el Día de la Madre, como el Día del Maestro. Porque en ambos, se conjuga el auténtico amor desinteresado y verdaderamente humano, que no reconoce diferencias, ni se rinde ante la adversidad. Por supuesto, hay muchos, muchísimos padres responsables, pero la tasa nacional de hombres que solo saciaron sus pasiones sensuales y sus instintos lascivos también son abundantes; y eso lo comprobé “in situ” cuando hice mis prácticas en la Procuraduría General de la República, hace algún tiempo, y entrevistaba padres demandados que ganaban mucho dinero, pero solo ofrecían la ridícula suma de diez o veinticinco colones al mes para sus descendientes en edad infantil. Mi madre abnegada y trabajadora ya no está en el mundo. Pero tengo una esposa que también es amor y esfuerzo. Desde mi columna, deseo muchísimas bendiciones para todas las madres y educadores de nuestra patria El Salvador.