La tormenta constitucional que se desencadenaba en la región andina el mes pasado, y que enfrentó al Congreso y Presidente peruanos, parece haber contagiado a varios de los países vecinos, convirtiendo las contradicciones políticas y la exclusión social en campo fértil para el enfrentamiento violento y abierto, que no distingue entre actores radicales y la ciudadanía demandante.

El descontento de una parte significativa de la población en Ecuador y en Chile ha llevado a miles de ciudadano a las calles y a las autoridades a atrincherarse en teorías conspirativas y justificaciones de sus actos, mientras las fuerzas policiales, rebasadas por la magnitud de los hechos, son rápidamente sustituidas por unidades militares que asumen la tarea del restablecimiento de la paz, como si de una orden de batalla se tratara, agravando aún más la crisis con la que pretenden terminar.

Es difícil hacer una generalización gratuita sobre las causas que han llevado a estas sociedades, hasta hace poco consideradas modélicas, a desembocar en conflictos cuyas imágenes son transmitidas en tiempo real por los noticieros internacionales y redes sociales; sin embargo, el denominador común de la mayoría es la insatisfacción de necesidades básicas, lo que impacta negativamente la calidad de vida de las personas y sus familias.

El costo del transporte público, de la educación o el aumento de impuestos a los que ganan menos, pero pagan más, sumado a una incapacidad de los gobiernos y de sus funcionarios para gestionar el reclamo ciudadano y actuar en consecuencia, ha generado no solo rabia y violencia, sino que además la percepción de que no existe intermediarios eficientes ni responsables entre los ciudadanos que exigen y las instituciones públicas que se supone han sido creadas para satisfacer dichas exigencias.

Es por esta razón que tomarse las calles, destruir propiedad pública –como el transporte público en Santiago, Chile-, y pasar de exigencias muy concretas como la rebaja de ciertos pagos y la mejora de servicios, al vandalismo y la toma de espacios públicos, se convierte más tarde en el grito que tanto se hizo escuchar en las calles de Lima: “¡Que se vayan todos!...”. Esto tampoco resuelve los problemas, lejos de ello, plantea la posibilidad de un escenario donde la anarquía no solo mantenga la raíz de los problemas, sino que, además, los agrave.

Muchos se preguntan si en El Salvador es posible que ocurra una crisis como las que hoy vemos en Perú, Ecuador o Chile. Mi percepción es que nada de esto puede descartarse en el futuro inmediato, ya que las contradicciones al interior de la sociedad salvadoreña son las mismas, o incluso son más graves que aquellas que fueron el factor detonante en el cono sur. Lo que nos hace diferentes es la falta de organización ciudadana y la misma dispersión social, provocada precisamente por los altos niveles de pobreza y exclusión que desembocan en estas crisis.

Por otra parte, la válvula de escape y distensión que para todas estas contradicciones internas fueron la migración y las remesas desde el exterior, son ahora factores que ya van en franco decrecimiento, enfrentando a los salvadoreños a una realidad que no da tregua, ni permitirá el escape del territorio hacia la frontera norte.

De igual forma, cuestiones pendientes que desde hace décadas demandan una solución integral, como la reforma al sistema de pensiones, o la creación de un sistema de salud pública que abarque a trabajadores públicos, privados y que le brinde cobertura al sector informal, son problemas que con el acceso al agua y la vivienda van a erosionar la ya de por sí frágil cohesión nacional, en una sociedad temerosa aún de revivir las escenas del conflicto armado de los ochentas, pero no por ello menos propensa a la violencia y la intolerancia de todo tipo.

Muchas cosas no funcionan en El Salvador, pero indudablemente hay aspectos de la vida nacional que todavía pueden considerarse positivos, y que hasta la fecha han permitido un respeto mínimo entre personas e instituciones. El ejercicio de la libertad de expresión, la existencia de una absoluta libertad de asociación y la regularidad de los procesos electorales, son todos aspectos que mantienen firmes las bases de la república. Pero los salvadoreños queremos resultados, necesitamos recursos y nos ofende la soberbia y la impunidad desde el poder.

Retumban las calles del cono sur y hasta El Salvador llega el eco de una ciudadanía enfurecida y beligerante. Los problemas nacionales todavía tienen solución, lo que hace falta es compromiso para resolverlos y más organización colectiva para exigirlos.