El poder punitivo del Estado, su capacidad de aplicar la coerción sobre aquellas personas que se resistan a cumplir las normas jurídicas, ha sido una de las atribuciones tradicionales de éste en los tiempos modernos. Un equilibrio entre fuerza y razón es necesario en las sociedades democráticas para garantizar los derechos humanos de todos, así como la paz y la seguridad de la colectividad.

Medidas como el bloqueo de señales de comunicación en centros penales y sus alrededores, requisas personales en la vía pública y restricciones a la portación de armas de fuego en espacios públicos, son solo algunas limitaciones de las libertades ciudadanas que pueden justificarse en situaciones de crisis, que ya han sido previstas por las leyes y cuya justificación es difícil negar. Las críticas a estas decisiones muchas veces dejan de lado que el ejercicio del poder represivo del Estado no solo pasa por proteger y garantizar los derechos humanos, sino también reprimir aquellas conductas que pongan en peligro su ejercicio.

La libertad ambulatoria y derechos fundamentales, así como el libre esparcimiento, no han sido restringidos por gobiernos o autoridades, sino por grupos delincuenciales, gracias a la pasividad de algunos y la complicidad de otros. Eso tiene que cambiar y es el deber del Estado cambiarlo.