Cuando Montesquieu, en los albores de la Revolución Francesa, formuló su teoría del “Pacto Social”, que ya otros pensadores anteriores o contemporáneos como Locke, Hobbes, etc. habían esbozado en sus obras, pudo ser fácilmente comprendido por la sencillez con que se refirió a la creación del pacto social, hoy conocido como Carta Magna o Constitución Política de la República, documento esencial y además fundamental, para entender claramente, sin invenciones o interpretaciones retorcidas, tanto las funciones específicas de los tres órganos del gobierno, los derechos y deberes de los ciudadanos, así como los fines del Estado como tal. Más tarde, Kelsen elaboró su escala de funcionalidad jurídica, que le dio forma y sentido a la preeminencia legal que cada acto o documento posee intrínsicamente, correspondiéndole el primer lugar a las normas constitucionales.

Hablando en lenguaje llano, la concepción del Estado la podemos comparar a un lugar donde unos preparan y aran la tierra, otros siembran y el resto recolecta los frutos, los almacena y finalmente los reparte en forma equitativa. Cada uno de los trabajadores, en sus respectivas labores asignadas, sabe perfectamente que, al final, todos gozarán de los beneficios de su trabajo en común. Por ello, en la Constitución primero aparecen los fines del Estado, seguidos por los derechos de la persona humana y para que se efectúen y logren con creces, el ente estatal se divide en tres poderes u órganos, con funciones indelegables y propias de cada uno, sin que otro poder u órgano pueda interferir a fortiori (o por la fuerza) en las decisiones que no le corresponden. Además, hay disposiciones supremas, que señalan las situaciones en que un órgano puede citar, convocar u ordenar a funcionarios de otro órgano estatal, en forma perentoria u obligatoria, si fuere necesario, por las condiciones apremiantes que imperen en un momento determinado.

Dada la movilidad social, los avances científicos, los adelantos tecnológicos, etc. que experimenta el género humano, la Carta Magna, por ende, debe adecuarse, en principio, a esa innovaciones, pero sin alterar su esencia fundamental, plasmada en las llamadas “normas pétreas”, en una alusión al Decálogo que Moisés recibió en el Monte Sinaí , debidamente grabado en piedra por la misma mano de Dios y, siendo que toda sociedad humana es símbolo vivo de ese mismo poder divino, para guiarse y comportarse en armonía benéfica, formula ese pacto social, o Constitución, sin opresores ni oprimidos, con fines comunes, obligándose mutuamente para el goce de sus derechos inalienables. Gracias a esta concepción, naciones con larga tradición democrática, como Francia, Estados Unidos de América y el reino de Gran Bretaña, poseen Cartas Magnas antiquísimas a las cuales sólo les han hecho reformas, pero sin modificar su esencia primigenia, sin aprobar nuevas Constituciones inciertas y desconocidas, como pretenden hacerlo algunos sectores de nuestro solar patrio.

Por todo lo expuesto asistimos, con profunda y ciudadana preocupación, el ser testigos de vistas y oídas, de un reiterado y continuo clima de confrontación estatal, con peligrosos tintes agresivos y abierta desobediencia, especialmente del presidente del Órgano Ejecutivo y sus ministros, para con sentencias y disposiciones legalmente emanadas del Órgano Judicial, específicamente de la Sala de lo Constitucional y de jueces con la debida jurisdicción, previamente señalada por la misma Constitución y leyes del país. Nadie, por muy elevado que sea el cargo que ocupe actualmente en forma temporal, puede estar sobre la ley máxima y normas secundarias, o demostrar desobediencia que, a la postre, puede ocasionar perjuicios graves a la institucionalidad del país, aparte de que habilitaría un antejuicio o un requerimiento judicial posterior al funcionario infractor. Una casa dividida, en este caso, un Estado dividido por desacatos e insultos, no podrá alcanzar ni cumplir los fines señalados para el bien común. ¡Es hora del acatamiento y respeto al orden normativo superior, sin pretextos absurdos!