Si algo caracteriza al sector público, es su ineficiencia en la administración de recursos. Una pequeña dosis de realidad es más que suficiente para percatarse que mucho de lo que pagamos en impuestos no es utilizado correctamente. Esto representa un serio problema para la sociedad, porque cada centavo que el Estado malgasta significa una pérdida adicional en capital que pudo haber sido utilizado en el sector privado para elevar nuestra calidad de vida.

Desde la óptica analítica liberal, la cual considera la ineficiencia como una cualidad inherente al Estado, los motivos que llevan al despilfarro son varios y pueden ser detectados a simple vista sin necesidad de recurrir a complicados análisis político-económicos. Sostiene, a diferencia de otras visiones políticas que tienden a glorificar al sector público como una entidad infalible, que las personas que componen el Estado no son en ningún sentido superiores a las personas que trabajan fuera del mismo. Al igual que el resto de miembros de la sociedad, quienes se dedican a administrar fondos estatales son tan susceptibles como cualquier otro humano de caer en el error de asignar recursos allá donde no se requieren.

Otro motivo ingénito por el cual el Estado fracasa en su intento de hacer un uso adecuado de nuestros impuestos, radica en la simple y sencilla realidad de que no tiene un incentivo para hacerlo. Debido a que los fondos que utiliza no son propios, el sentido de responsabilidad sobre los mismos se diluye completamente entre quienes los administran. Conscientes de que una mala inversión no representa un costo directo para sus bolsillos y de que cualquier uso inapropiado puede ser encubierto usando la lógica de que el Estado no existe para generar lucro, los burócratas se sienten libres de apostarle a proyectos que bajo condiciones de mercado serían considerados arriesgados o llanamente inviables.

En palabras un poco más técnicas, se argumenta también que los fallos administrativos del Estado están íntimamente vinculados a la ausencia de un sistema de pérdidas y ganancias que permita fiscalizar de manera inmediata a los funcionarios que hacen un uso irresponsable de los recursos. Contrario al sector privado, en donde los consumidores pueden castigar a los empresarios que no cumplen con sus expectativas dejando de pagar por sus servicios, en el sector público no hay mecanismo alguno que haga posible a los contribuyentes suspender el flujo de ingresos y rebelarse contra el despilfarro. La única alternativa con la cual la sociedad cuenta para rectificar este tipo de situaciones, consiste en esperar las próximas elecciones y tratar por medio del plebiscito sacar del sistema a los malos elementos.

Algunos partidarios del sector público manifiestan que estas fallas pueden arreglarse por medio de la legislación o introduciendo componentes de mercado, como por ejemplo, promulgando leyes sobre función pública, transparentando el gasto o creando empresas mixtas encargadas de proveer servicios públicos. Pero lo cierto es que no hay forma alguna de suplantar la dinámica que regula al sector privado. Si lo que se anhela es que el Estado deje de malgastar dinero, la mejor alternativa es limitar sus funciones y darle al mercado la oportunidad de proveer algunos de los servicios en donde el Estado ha demostrado ser altamente ineficiente.