Como en otras ocasiones, mi corazón latía intranquilo al despertar, sobresaltado me dije - ha sido solamente otro mal sueño – inmediatamente caí en la cuenta, en esta ocasión, el mal sueño era mi realidad.

Con 7 meses desde la declaración de la pandemia del COVID-19 en marzo de este año por la Organización Mundial de la Salud, las poblaciones de diferentes continentes y países están comenzando a demostrar menor tolerancia a las indicaciones de los diferentes gobiernos y autoridades de salud, en el cumplimiento de las medidas de distanciamiento físico y otros para evitar el contagio con el virus. Recientemente se han comenzado a observar en países como Australia, hechos de desobediencia cívica y desavenencias entre gobierno central y gobiernos locales.

En Ucrania, algunas ciudades se rehusaron a implementar un nuevo confinamiento decretado por su gobierno central en virtud de un recrudecimiento en la aparición de nuevos brotes de la infección. Nada menos, nuestra madre patria se encuentra en estos momentos enraizada en fuertes altercados sobre un confinamiento local, entre el gobierno madrileño de Ayuso y el gobierno central de Sánchez. Progresivamente se está observando con mayor frecuencia negativas de ciudades y regiones alinearse con las tendencias nacionales. La sociedad se está cansando del aislamiento y falta de contacto social con amigos y familiares.

La economía se está cansando de su encierro y millonarias pérdidas económicas. Estamos cansados del encierro, de la soledad, del miedo, de la constante recordatoria de cuidarnos. La anormalidad es la nueva normalidad. Psicólogos nos hablan de los dos tipos de estrés que tienen efectos a largo plazo en nuestra salud mental y física – estrés intenso y estrés prolongado, añadiendo a todo esto la constante incertidumbre acerca, de casi todo. Pero también, psicólogos como Scott Bea, nos dicen que, con el tiempo, nos adaptamos a la amenaza con la consiguiente disminución de los niveles de stress. Estamos entrando en la fase de fatiga a la pandemia y con ello la aceptación del riesgo para seguir con nuestra vida.

El problema es que el virus sigue ahí, en nuestro entorno, amenazante y aunque los niveles de mortalidad están progresivamente bajando, aquellas poblaciones de alto riesgo seguirán llevando a cuestas el peso del exceso de mortalidad impuesto por esta nueva enfermedad. Porque con más de un millón de muertos hasta el día de hoy, el mundo no puede bajar la guardia. Por ello, hoy más que nunca es importante que los gobiernos sigan invirtiendo en fortalecer el sistema de salud pública, y alejarse un poco de su foco en el sistema hospitalario, que, aunque importante, no es lo más efectivo y conveniente.

En estados de epidemia lo fundamental es mantener la tasa de transmisión del virus baja, protegiendo especialmente a la población con riesgos de enfermedad grave y muerte. Es especialmente importante que, en estos estadios de cansancio de la población, el gobierno y sus tomadores de decisión establezcan mecanismos municipales y comunitarios para involucrar a la población aún más en las intervenciones de mitigación de la epidemia. Uno de los factores que tienen que incorporar los gobiernos en sus estrategias de contención en estos momentos es la aceptación de las medidas sanitarias por parte de la ciudadanía. La tendencia a la utilización del poder coercitivo en la imposición de estas medidas, por ser, lo más fácil y practico, no es lo más inteligente.

La información transparente y continua acerca del estado de la circulación viral y sus riesgos, complementada con una estrategia de pruebas que sea más ágil y rápida para la identificación temprana y el seguimiento con aislamientos es en estos momentos la ruta más factible y efectiva a seguir. Es un hecho, las poblaciones están reacias a seguir confinándose, y esta, aunque efectiva intervención, pero poco sostenible, será más y más difícil de implementar.