En un país latinoamericano fue famoso un juez inflexible, quien al momento de impartir sanciones, multas o condenas, aplicaba todo el rigor. Todo lo miraba a la luz de las leyes y por esa razón, sus juicios pretendían sentar las bases del escarmiento a quienes estuvieran tentados a transgredir la legislación. Pero un fallo errado trajo un cambio definitivo en la vida de este hombre. Fue juzgado y sentenciado. Lo que no pudo soportar fue la condena que le impartieron. Quien le juzgó fue cruel e insensible, como él lo había sido.

El juzgar a otros, más que discriminación u opinión, es condenación. El juzgar tampoco significa discriminar o señalar, sino más bien sentenciar. Cuando juzgas la conducta o el pensamiento de otro, lo que haces es condenarlo a la opinión de los demás. Es sacar una conclusión evaluando solamente el accionar, creyendo entender las motivaciones y las intenciones de otro.

El evangelio de Juan relata el caso de una mujer sorprendida en adulterio. Los hombres del pueblo la llevaban para ser lapidada, una costumbre según la cual, debía recibir el impacto de cientos de piedras de quienes la condenaban. Esta historia concluye con una exhortación de Jesús acerca del peligro de juzgar a los demás.

Generalmente los errores que juzgamos en los demás, son los que con mayor frecuencia cometemos. Este hecho nos debe llevar a concluir que jamás seremos jueces justos. ¿Recuerdas casos en los que juzgamos erradamente a alguien cercano para, tiempo después, descubrir nuestra falla y el hecho de haber sido injustos?

La humildad lleva a no apuntar el dedo (o la pluma) en contra de los demás, para juzgarlos, sintiéndose superior a todos. El peligro de juzgar es presumir de justo, sentenciando de culpable o inocente a quien sea, olvidando que quien juzga se equivoca siempre, porque se pone en el lugar de Dios.

Debemos otorgar a Dios la prerrogativa de juzgar. La biblia señala «… con la medida con que medís, os será medido, y aún se os añadirá a vosotros los que oís». Con demasiada frecuencia nos hallamos confrontados a juzgar la actitud de alguien. Quizá una tercera persona nos llame a emitir un concepto: «¿Qué opinas de fulano o de sutano?» Lo más sensato en estos casos es, no emitir juicios y decir, sin dar lugar a polémicas: «Permítame reservarme lo que pienso sobre el particular», o quizás sonreír con cortesía y expresar un «Sinceramente, no tengo nada que opinar al respecto». Además de librarnos de problemas, evitaremos incurrir en graves errores.

Pregúntate: ¿Soy propenso a emitir juicios sobre los demás cuando piden mi opinión? ¿Cómo respondo cuando me convidan a juzgar a alguien? Miremos al prójimo desde la perspectiva de Dios. ¿Recuerdas el cuadro de la mujer adúltera? Jesús miró a esta mujer con los ojos de Dios. No vio en ella una pecadora, alguien que había transgredido los preceptos escriturales, sino que la apreció con ternura, amor y benignidad. Si miráramos con los ojos de Dios al prójimo, no andaríamos juzgando a quienes nos rodean. ¿Soy propenso sólo a ver los errores y defectos de los demás? ¿Te consideras juez de los demás o reconoces que al igual que ellos, también cometes errores?

Además del libre albedrío que Dios nos dio, vivimos en un sistema de libertades. La libertad es el derecho de hacer elecciones en cada área de nuestra vida, respetando la misma libertad que tienen los demás. Así como una persona tiene la libertad de estar en desacuerdo conmigo, yo tengo la libertad de no opinar lo mismo que otros, pero predicando con la tolerancia y el debido respeto a la libre emisión del pensamiento de los demás.

Si en una persona no hay verdades objetivas ni principios sólidos, fuera de la satisfacción de sus propios proyectos y de las necesidades inmediatas de su agenda, es imposible que pueda reconocer alguna verdad objetiva o unos principios universalmente válidos.

Como conclusión, cuando optamos por marginarnos de ser jueces injustos, entregamos el juicio a Dios y miramos al prójimo con benignidad.