En términos profanos, la responsabilidad legal significa que quien delinque o acusa de delinquir, debe responder por los alcances o consecuencias de los hechos.

Si se señala a alguien de cometer actos irregulares en negocios que involucran a un gobierno, la parte denunciante está obligada a presentar las pruebas de que el incriminado es culpable de cometer tales actos, lo cual da lugar a una formal acusación ante la autoridad correspondiente. Esta última, a la vista de las pruebas, deberá proceder en la manera que la ley le obliga.

Supongamos que un presidente en funciones, ordena verbalmente a un ministro de Estado a demandar a un actor político –político en el sentido partidista de la palabra– por violación de la ley en una operación mercantil con el gobierno de turno.

El ministro responde, también verbalmente, que la orden presidencial será cumplida en toda su dimensión. En este proceso, hay una especie de “alquimia política”, que produce una transformación elemental que mueve a la pregunta: ¿Quién es ahora el responsable de la acusación contra el actor político? ¿El presidente o el ministro? La respuesta es obvia, el ministro. Este último, aunque haya actuado en respuesta a la orden de un superior, acumula sobre sí el peso total de la responsabilidad legal de la acusación y de las consecuencias que ésta pueda acarrear. ¿Y si el demandado resultare inocente de los cargos que el ministro le imputa, quién deberá responderle por las costas del juicio y la indemnización por daños y perjuicios y lesiones a la imagen del imputado, incluso con el aporte sus propios bienes? El ministro.

Lo que aquí analizamos, de manera puramente académica, es que ha mucho que los subordinados no pueden aducir que sólo obedecían órdenes superiores al momento de cometer delitos, peor aún, si no cuentan con una orden documentada. Esto es válido para una orden presidencial que cierra establecimientos comerciales, con recursos del Estado sin que medie razón de Estado, para ello.

Un caso concreto: El Primer Congreso de la Diáspora, en Montreal, Canadá, que fue abruptamente cancelado por el consulado de El Salvador, cuando faltaban sólo tres días para la celebración del evento, con todos los preparativos hechos; confirmaciones de asistencia de salvadoreños residentes en lugares lejanos a Montreal, con sus pasajes de avión comprados; anticipos pagados al hotel. Y, de pronto, un comunicado, no se sabe si formal o por tuit, de la Cancillería, que ordena al cónsul cancelarlo todo, sin dar una fecha posterior o explicar el porqué de la cancelación.

A nivel intrascendente, este acto, un acto de gobierno, revela la presencia de una sola voluntad que toma hasta las mínimas decisiones, como lo es un cóctel para salvadoreños en el extranjero. Y, en el plano teórico, si las demandas por incumplimiento de parte del hotel, superaran los recursos del Consulado, podríamos preguntarnos si el cónsul responderá a ellas con recursos propios.

¿Estamos ante una dictadura cuasi infantil que trata de ser obedecido en sus caprichos que surgen de pequeños intereses o de estados de ánimo? Pero, ojo. Esos caprichos son “brisas” que pueden ser anuncio de futuros huracanes.

El ejercicio del poder político no es un sonajero, un “chin chín”, con el que cualquiera puede aporrear la cabeza de la ciudadanía. Es algo mucho más serio y trascendente, porque el poder siempre buscará a quien colgar.