Las recientes y muy disputadas elecciones en México y Perú, han puesto en evidencia uno de los rasgos generalizados en la política contemporánea: la percepción de que una mayoría inferior a la calificada o absoluta, constituye una victoria a medias, si es que el partido triunfante queda obligado a dialogar, y por lo tanto a negociar con la oposición, sobre todo, al momento de echar adelante sus planes de gobierno o darse un presupuesto.

Esta consideración de la política como un botín de guerra, en la que el vencedor se lo lleva todo, y el perdedor no merece absolutamente nada, envuelve una lógica tribal, en la que la fuerza es la opción válida frente al diálogo, gracias al respaldo de una pretendida mayoría homogénea, que lo único que desea es obedecer y permitir al vencedor mandar, mientras enfrenta los embates de una oposición reducida, sin legitimidad aparente ni utilidad alguna.

Ejemplos de esta postura se vieron a inicios del año en los Estados Unidos, pero también en nuestro país, donde el Gobierno celebró por todo lo alto, el que la amplísima mayoría otorgada mediante el voto popular, haya reducido a los institutos políticos tradicionales, a la mera representación simbólica en el parlamento. Papel este que además parecen aceptar de buen manera, dada la pasividad y la falta de imaginación mostrada en los últimos días, como si la falta –otra vez- de una mayoría aplastante, les inhibiera de ejercer la oposición activa que hoy más que nunca se requiere: dando cuenta de lo que está pasando en los entretelones del congreso, y formando alianzas entre sí, en interés de la colectividad.

Todo esto nace de una sesgada percepción de la política en los tiempos que corren. Cuando hay más información disponible y mayor necesidad de entendimientos, la fuerza, la fuerza bruta que tanto hizo padecer a la sociedad en los tiempos del conflicto armado, regresa al imaginario colectivo en la forma de una fuerza arrasadora, que ni escucha ni da cuentas, ni se justifica en la toma de decisiones que en cada acto público, y en otros que no lo son tanto, compromete los recursos y el futuro del país, sin nadie que los detenga.

Y esta era precisamente, la principal preocupación de quienes en plena guerra civil apostaban por el diálogo y la negociación. Que la solución de las injusticias y la desigualdad histórica, se intentaran solucionar mediante el uso de las armas, y no a través de una discusión directa y permanente, en la búsqueda de lograr la avenencia entre visiones encontradas, sobre aquello que El Salvador debía o podía ser.

Aquella negociación entre fuerzas políticas tan diferentes, que tuvo tantas potencialidades a finales del siglo pasado, y que fue reconocida como un ejemplo para el mundo, no solo produjo unos Acuerdos de Paz que dieron un respiro a la sociedad en su conjunto, desgraciadamente, la misma capacidad de producir aquellos Acuerdos, fue usada tiempo después para asegurar el reparto de instituciones, la entrega de prebendas mal disimulada, y hasta el apuntalamiento de un sistema de impunidad, que el mismo Bukele denunciaba en sus tiempos de candidato, y que ahora, como Presidente de la República, parece fomentar con su marcado autoritarismo, y sancionando decretos de impunidad, como los que protegen a su gabinete en las compras públicas de la pandemia.

El diálogo con la oposición no implica una hipoteca para la gobernabilidad del país. Es necesario el encuentro directo y frecuente, porque la política es el espacio de la pluralidad y de la diversidad, como lo han reconocido tantos teóricos de este y del siglo pasado.

No es posible garantizar la buena marcha de un país, si se calla o se ignora a sus minorías, si se excluye a las fuerzas de oposición, por insignificantes que estas sean, del proceso de decisiones que va a requerir continuidad, pues las soluciones a los graves problemas estructurales, no pueden resolverse en uno ni dos periodos presidenciales, dadas las ambiciones de permanencia del mandatario.

Pero en un país donde el diálogo se mira como una muestra de debilidad, el que manda termina solo y aislado, dueño de sus aciertos cuando los hay, pero como el único responsable cuando estos falten o sean escasos. El tiempo lo dirá.