La guerra terminó el 16 de enero de 1992 y, dejó, sin duda, muchos flancos abiertos. Arribar a una negociación estratégica, como la que se dio, implicaba, aunque no se dijera, un complicado proceso de desmontaje de un rompecabezas político-militar que fracturó a la sociedad salvadoreña.

La manera de parar la guerra implicó concesiones, sacrificios y limitaciones políticas que muchos años después pueden apreciarse con mayor claridad. Disolver los cuerpos de seguridad (de cuño represivo), depurar el Ejército y regresarlo a los cuarteles, conformar un nuevo cuerpo policial-civil y extinguir la estructura militar del Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN) fueron los puntos duros de esa negociación. La guerra no iba a cesar si no se lograba completar un cierre satisfactorio de estos puntos.

Si hubiese habido una visión más profunda y una correlación de fuerzas más favorable, quizás ese habría sido el mejor momento para concretar la desmilitarización completa del país, lo que significaba dar un paso más largo: disolver el Ejército. El antecedente de Costa Rica que, el 1 de diciembre de 1948, decretó la abolición del Ejército, hubiera ayudado a allanar ese camino.

El tema económico-social, no obstante ser fuente de injusticias, puesto que alimentó la crisis política que comenzó a crecer como la espuma desde la década de 1970, quedó fuera de consideración como asunto nodular. El acuerdo de la conformación del Foro Económico-Social fue un modesto ejercicio de tolerancia política que rápido se esfumó, porque, como se dice, estaba pegado con saliva.

La decisión de implementar el Programa de Transferencia de Tierras (PTT), que permitió la entrega, en calidad de proindiviso, de un promedio de tres manzanas y media de tierra a combatientes del FMLN, a soldados de la Fuerza Armada y a otros tenedores (para un total aproximado de 125 000 manzanas), en ciertas concentraciones territoriales, fue tal vez una posibilidad, para recuperar el tejido rural, que no pudo aprovecharse o se malbarató, dado el enorme potencial socio-productivo que implicaba el PTT.

La pacificación pudo materializarse y también bloquearse la confrontación militar como modo de resolución política, pero el resarcimiento social por las graves violaciones a los derechos humanos que se cometieron, correspondiendo a la Fuerza Armada el mayor porcentaje, no tuvo lugar. Se atajó con la Ley de Amnistía, que fue hace unos años derogada.

Y esta grieta, que bien pudo ser abordada, con seriedad y con gradualidad, pero con sentido de justicia, se dejó abierta, aunque silenciada, y ha sido ahora que ha comenzado a expresarse, de diversos modos y en diferentes tonos, todo el drama humano que esto significó. El caso de El Mozote (1981) y el asesinato de los jesuitas y sus dos colaboradoras (1989), entre otros tantos, son sin duda casos relevantes, y el hecho que se encuentre en fase de judicialización nacional el de El Mozote e internacional (España) el de los jesuitas y sus dos colaboradoras es una buena noticia, porque quiere decir que habrá un atisbo de justicia.

Solo el desconocimiento del fenómeno social que implicó la guerra y la desacreditación de su proceso de negociación, puede llevar a decir que todos esos años, de duras experiencias, de vida y de muerte, no existieron o fueron parte de un montaje macabro.

La guerra sucedió. El país no fue el mismo después de eso. La negociación estratégica aconteció. La paz política pudo dar sus vacilantes pasos, no sin marearse.

Otro asunto es cómo obraron los actores económicos y políticos después de 1992. Cómo entendieron el nuevo clima de convivencia que la reforma política propició. Y qué hicieron para sanar las heridas de la guerra y sus largas secuelas. Es aquí donde habría que situar la zona más importante de reclamos.

Cuatro gobiernos de Alianza Republicana Nacionalista, dos gobiernos del FMLN y el año y medio que lleva el nuevo gobierno, que dice no tener nada que ver con sus antecesores, dejan en claro que el camino de la reconstrucción y la reconciliación de El Salvador no son una realidad palpable.

La impunidad, la corrupción y la manipulación política han sido componentes esenciales de todos los gobiernos desde 1992 hasta la fecha. Y, dado el clima político imperante y el escenario de la emergencia sanitaria que es muy probable que se prolongue aún más, no parece que sea realista esperar mejoras sustantivas en la política nacional. Más bien, graves nubarrones parecieran estarse formando.