La autonomía de la Universidad de El Salvador no es absoluta aunque algunos piensen lo contrario. Tampoco es una garantía relativa que pueda alterarse mediante una simple reforma legal, ya que la Constitución la reconoce en el artículo 61 y beneficia por igual a la universidad pública y a las privadas. ¿Cómo entender entonces los alcances y límites de la autonomía universitaria?

En la Ley de Educación Superior (artículo 25) se explica con bastante claridad el contenido de este principio, recuérdese que las universidades no son un fin en sí mismas y la Universidad de El Salvador mucho menos, se trata de corporaciones de utilidad pública a través de las cuales se presta un servicio a la sociedad, y que la mencionada ley desarrolla en tres aspectos puntuales: docencia, investigación y proyección social.

¿Qué implica esta tarea? Que las universidades podrán determinar libremente la forma en la que cumplirán sus funciones de enseñanza, el contenido científico que propondrán sus planes de estudios, así como la elección de sus autoridades y la administración de sus recursos y patrimonio.

Esta autonomía, digamos que de obrar y de pensar, está acorde con la libertad de cátedra y con la vigencia de los derechos humanos de las personas, y ha sido un principio que ha gozado de permanencia en la historia constitucional del país desde 1950. Fue el constituyente de 1983 el que agregó: “Únicamente que sus gastos están sujetos a la fiscalización del organismo correspondiente”.

A grandes rasgos, pues, resulta evidente que esta libertad no solo garantiza una independencia suficiente del poder de turno, sino que también de la influencia perniciosa de iglesias, sectas o grupos privados que pretendan alejar el fin de las universidades, de las que son afines a un estado democrático y a una sociedad moderna.

Pero en la práctica y de forma acentuada durante los últimos dos o tres años, se escucha un discurso público en el que pareciera que la autonomía universitaria es un privilegio que pertenece únicamente a la universidad estatal –lo que aquí queda desvirtuado– pero demás, las actuales autoridades universitarias responsables de este, defienden dicha garantía, como si la misma implicara un alejamiento absoluto del resto de órganos de estado.

Con demasiada frecuencia, se esgrime la autonomía universitaria como si esta fuera una garantía de inmunidad frente a la contraloría ciudadana que, durante estos últimos años, ha puesto su mirada sobre las crecientes demandas contra el acoso sexual a las mujeres en el campus, y ante el abuso en las cuotas de ingreso masivo de estudiantes, que ni siquiera cuentan con requisitos académicos para ser admitidos.

La autonomía de la Universidad de El Salvador no implica de ninguna manera que esta no pueda ser objeto de control por parte de otras instituciones públicas que cuentan con la competencia legal para hacerlo. El Instituto de Acceso a la Información Pública, la Fiscalía General, el Órgano Judicial y la misma Asamblea Legislativa le han demostrado a la UES que cuentan con facultades para exigirle transparencia, el cumplimiento de la legalidad vigente y para decidir sobre el monto de su presupuesto anual, para citar solo algunos aspectos.

Además, la ciudad universitaria no es un bastión exclusivo y excluyente de la comunidad universitaria, ajeno a lo que ocurre fuera del campus, le pertenece en lo físico e intelectual a la sociedad salvadoreña, y en particular, a los contribuyentes que hacen realidad sus proyectos de investigación y docencia. La proyección social de estas tareas tan respetables, no debería limitarse a la destrucción y desmanes que en los últimos tiempos, han caracterizado a las manifestaciones “pacíficas” encabezadas por sus autoridades.

La reciente protesta pública, motivada supuestamente por la existencia de “amenazas a la autonomía universitaria”, se debió a la iniciativa de ley presentada por algunos diputados de la derecha política, proponiendo reformas a la Ley Orgánica de esa universidad. Si esa reforma pretende limitar la autonomía garantizada en el artículo 61 de la Constitución, la misma caerá por su propio peso en el pleno legislativo o podrá demandarse su inconstitucionalidad a donde corresponde.

Lo que ya no puede aceptarse es que, ante dicha iniciativa de ley, la respuesta del más antiguo centro de estudios, el que se supone reúne a “la inteligencia” del país, sea una concentración que provoque el caos en la ciudad y que sus argumentos sean los mismos de hace treinta o cuarenta años, ignorando en su defensa aspectos básicos del derecho constitucional vigente.

La autonomía universitaria no es independiente del control externo ni de la razón. La independencia de las universidades no las libera de sus obligaciones éticas ni legales. Solo respetando a estas se llega a la libertad por la cultura.