Existen hechos “que toda persona tiene derecho a conservar para sí misma y cuyo conocimiento público puede causarle serios perjuicios”. Así se referían al derecho a la intimidad los encargados del estudio del proyecto de Constitución en julio de 1983, dándole a éste la categoría de principio constitucional y dejando a la legislación secundaria la tarea posterior de desarrollarlo y ampliarlo.


Décadas después y en una sociedad cada vez más interconectada, las personas parecen renunciar alegremente a su privacidad, con el propósito de darse a conocer en redes sociales. Y no se trata solo de expresarse, el ciberespacio se ha convertido en terreno fértil para revelarse e identificarse -en pocos caracteres mal redactados-, con los fanatismos y linchamientos de unos o de otros. A la vez, es una fuente inagotable de imágenes en las que cada uno compite por compartir momentos y facetas de todos los detalles de la vida personal, desde el plato de comida hasta la vida en pareja, nada parece auto censurarse en esa inmensa plataforma de momentos y felicidad virtuales.


Mientras esto ocurre en la sociedad, digamos, civil, entre los servidores públicos las cosas giran en un sentido inverso, bajo una lógica distinta: el desempeño de las potestades públicas, llámense misiones oficiales al exterior, informes sobre el patrimonio familiar y hasta el ejercicio de actos mas o menos discrecionales, como el nombramiento de asesores de confianza y la consiguiente asignación de sus salarios y prebendas, se pretende mantener en secreto, bien lejos del escrutinio público, alegando precisamente el derecho a la intimidad de los servidores públicos o las potenciales amenazas a su integridad en caso de que se publiquen sus viajes y emolumentos, pagados eso sí, con los impuestos de todos los contribuyentes. Así el panorama: a las personas que simplemente renuncian a su privacidad les corresponden los funcionarios estatales reivindicando la misma para huir de las críticas de aquellos.


Al momento de considerar la situación del mismo derecho a la intimidad, pero en el espacio público, las cosas tampoco parecen estar mejor. La semana pasada, un artículo del New York Times destacaba cómo el gobierno ecuatoriano, durante la gestión del presidente Correa, utilizó tecnología de la empresa estatal china CEIEC y de la multinacional Huawei, para tareas de espionaje y vigilancia en contra de sus mismos ciudadanos, valiéndose de un sistema de cámaras de vídeo enfocadas en calles y plazas públicas, pero también en la vivienda de un opositor, complementadas con intervenciones y seguimientos por medio de la ubicación y vigilancia de los teléfonos móviles.


Lo mismo se ha hecho en años anteriores, al menos en otros 18 países, de los cuales destacan en la región Bolivia y Venezuela, mientras se enseña en otros 36 más sobre cómo “guiar la opinión pública”, una iniciativa que puede ser atractiva para gobiernos autoritarios frente a una ciudadanía beligerante. En nuestro país, algunos gobiernos locales han implementado desde hace años sistemas de vídeo vigilancia, como una alternativa para mejorar la seguridad ciudadana. Entre éstos destaca la alcaldía de Santa Tecla, que mediante el sistema “Escudo Tecla”, inició en febrero de 2017 la instalación de 300 de un total de 1200 cámaras de vídeo, con las que pretende combatir la delincuencia y proteger los bienes del municipio.


Pocos han cuestionado la constitucionalidad de este sistema de videovigilancia, que puede identificar placas de vehículos, pero también los rostros de los tecleños, mientras les da seguimiento por calles y avenidas. El sentido del derecho a la intimidad, incluso en el espacio público, ha terminado cediendo ante el discurso del miedo que termina resquebrajando las bases constitucionales de los derechos humanos. Un equilibrio entre ambas necesidades podría encontrarse si por parte de gobiernos y municipalidades existiera más transparencia sobre los proveedores de estos sistemas, la identidad de quienes los manejan y el destino de la información que es almacenada en los centros de monitoreo que la llevan a cabo.


En una sociedad donde lo privado se hace público y lo público se pretende considerar privado, se corre el riesgo de terminar erosionando la libertad y los alcances de la justicia, al momento de disfrutar de la libertad y de evaluar el desempeño de los representantes. Se necesita de espacios públicos, pero también privados. No renunciemos a éstos.