Hace unos cuantos años en el occidente de Honduras, en un municipio del departamento de Santa Bárbara, colindante a Guatemala, un hombre joven, bajito, regordete, sin ninguna característica física que en particular llamara la atención -de hecho era profesor de matemática-, le dejó ir siete balazos a la entonces miss Mundo Honduras, cuando ésta, encolerizada y con el cadáver de su hermana en sus brazos, aún con la sangre fresca, sin secar, en su ropa y piel, lo insultaba y maldecía.

Los cuerpos de las dos malogradas jovencitas quedaron tendidos en el suelo de la pista de baile donde se celebraba el cumpleaños del pistolero. La reina de belleza era su cuñada y la otra era su novia. A las dos la mató a sangre fría. A la prometida por haber bailado con otro y a la hermana por haberle reclamado.

De todos los presentes solo los dueños del negocio testificaron, pero no voluntariamente, sino por el buen trabajo investigativo, ya que le tenían terror al maestro de matemática. ¿De dónde ese garbo para matar ante los ojos de decenas de testigos? ¿Por qué el miedo de todos éstos a declarar? Sencillo: el profesorcito era narco. Un narquito pequeño, pero narco al fin y al cabo.

Plutarco Ruiz, cansado del salario de hambre de un docente, se metió al mundo sórdido del narcotráfico y, en un par de años de no tener nada, pasó a ser un hombre próspero que manejaba carros de lujo, que construyó una casa de ricos que no encajaba en la pobreza de las demás casas del pueblo; armado y con guardaespaldas. ¿Quién dice que el crimen no paga?

Vivir en esos pueblos que colindan con Guatemala o en las costas puede ser una ventaja para los que aman la industria del dinero malhabido. Esos narcos pequeños y su círculo cercano constituyen una red que domina, aterroriza e impera en poblaciones completas, a tal grado que pueden llegar a cualquier lugar y hacer de las suyas, como por ejemplo, escoger la mujer más bonita, asesinar a mansalva, amedrentar y no les pasa nada porque la policías de esos lugares, y los jueces, fiscales, y si hay soldados, ¡también!, todo ellos, están en la nómina del narcocacique.

Si eso es así en los niveles bajos del organigrama del crimen organizado, ¿se imaginan el poder divino que se tiene siendo narco e hijo o hermano del presidente del país? De ese poder gozaron parientes de dos presidentes de la República de Honduras. Uno de éstos tiene a su hijo condenado en los EE. UU. a 27 años y, el actual mandatario, a su hermano carnal, condenado la semana pasada a cadena perpetua más 30 años.

El narcotráfico en Honduras no es nada nuevo: Ramón Mata Ballesteros, en los 80, era mano derecha de Pablo Escobar Gaviria. Con su captura por la DEA, el vacío lo llenaron otros. Ya en los 2000 estaban consolidados al menos dos cárteles: Los Cachiros (en la costa atlántica), Los Valle (en el occidente) y empezó a dar sus primeros pasos Juan “Tony” Hernández Alvarado, quien, según la sentencia, comenzó su actividad en 2004, curiosamente de forma paralela al ascenso de la carrera política del actual presidente de la república, Juan Orlando Hernández Alvarado (diputado y presidente del Congreso Nacional 2006 – 2010 y 2010 – 2014, respectivamente, y presidente del Ejecutivo, 2014 – 2018 y 2018 – 2022).

¿Es Honduras un narco Estado? Esto necesita un artículo aparte. Fabio Lobo, hijo del expresidente Porfirio Lobo Sosa (2010 – 2014), fue muy inteligente: aceptó los cargos y podrá salir a los 20 años de prisión. Tony Hernández se decidió por la peor estrategia: pelearse con el sistema de justicia norteamericano. No volverán a pisar sus pies las calles del país que antes era su reino, como lo fue para Plutarco Ruiz su pueblo.

Por cierto, éste quiso hacerse pasar por demente en la vista pública babeando los tres días que duró el debate. El tribunal no se tragó su farsa: lo condenó a 45 años de prisión por feminicidio. ¡Ojo! No por narcotraficante. Así es aquí. Lo bueno es que la Sub-23 clasificó a sus cuartos Juegos Olímpicos de manera consecutiva. Pan y circo.