No es casual que el punto de inflexión más importante en la relación de los salvadoreños con el gobierno de Nayib Bukele se diera justo el día en que se conmemoraba el primer Bicentenario de la Independencia Centroamericana. Esos 200 años, a falta de desfiles cívicos por motivos de la pandemia, fueron celebrados con manifestaciones, nutridas marchas, pancartas, consignas, evocaciones patrióticas y muestras fehacientes de unidad social alrededor de un objetivo: repudiar el autoritarismo que vivimos.

La libertad es suficiente motivación para cualquier ser humano que conozca su dignidad. Pero cuando la libertad está amenazada y los derechos corren el riesgo de verse pisoteados, esos ideales pasan del discurso a la acción, del texto meramente alusivo al vibrante pragmatismo de la calle. Eso fue lo que ocurrió este 15 de septiembre. Eso fue lo que el mundo entero confirmó con esas imágenes de avenidas abarrotadas, carteles jocosos y gritos rimados de la más eminente “alcurnia” popular.

El mito del 3% se rompió. (De hecho, es probable que jamás existiera, como todo mito). Y esa gente que alguna vez identificó sus anhelos con las grandilocuentes promesas que escuchó en 2019, ahora manifiesta ya no reconocerse en la deriva autoritaria que observa en esos que le hablaron de desarrollo, integridad y justicia. ¿Acaso se le dio tanto poder a un partido para que destruyera la independencia judicial, impusiera una moneda ampliamente rechazada, manipulara las instituciones a conveniencia y enviara permanentes mensajes de odio, amenaza y división?

Las calles de San Salvador, coloridas y amalgamadas contra el régimen, tuvieron por contraste las frías imágenes de un minúsculo acto cívico encabezado por el presidente en la casa de gobierno, donde el gabinete y tres cuerpos de militares parecían ser los únicos dispuestos a escucharle. Apenas han pasado dos años y medio de aquel inicio de gobierno, convocado en pleno centro de la ciudad, pero ya nuestro mandatario no se siente en confianza de volver a intentar un baño de multitudes semejante. Fue necesario este 15 de septiembre para darle pruebas contundentes de que hace rato perdió la plaza pública.

¿Qué sigue ahora? Todo depende de la reacción que tenga el oficialismo en el corto y mediano plazo. Ya cometió un error al tratar de minimizar la multitudinaria expresión de repudio contra sus medidas. Quiso burlarse del calificativo de “dictadura” sosteniendo que no hay represión contra la gente, como si la concentración de poder y el socavamiento institucional necesitaran el “aderezo” macabro de la sangre de los ciudadanos. También es un desacierto culpar a financistas extranjeros del éxito de las manifestaciones cívicas, porque quien libremente sale a la calle acumula otra razón para sentirse ofendido.

Las tres marchas de este glorioso 15 de septiembre desembocaron, por cierto, en la plaza Morazán. Esto tiene un significado muy especial, sobre todo para nosotros los salvadoreños. No se olvide que también un 15 de septiembre, pero de 1842, fue fusilado Francisco Morazán en Costa Rica, y quiso él que sus restos se trasladaran a El Salvador como prueba del amor que profesaba al único pueblo valiente que le acompañó en su lucha hasta el final. Por eso, desde la altura de su pedestal, la estatua de aquel gran caudillo de la unión centroamericana fue testigo privilegiado de una nueva gesta de heroísmo y libertad. ¡Una gesta que, Dios mediante, ya no tendrá marcha atrás!