El funeral del arzobispo estuvo lleno de ataques y muertes de parte de las fuerzas militares. / Archivo de Diario El Mundo


Un disparo al corazón acabó con la vida del arzobispo de San Salvador, monseñor Óscar Arnulfo Romero y Galdámez, un lunes 24 de marzo de 1980, mientras oficiaba misa a eso de las 6:30 de la tarde en la capilla del hospital La Divina Providencia.

Todo fue confusión y nadie pareció ver de dónde vino el disparo. Al desplomarse, hubo exclamaciones y gritos. La bala penetró al nivel de la cuarta costilla y no presentaba orificio de salida.

“Cuando entramos a la Iglesia, el arzobispo se mostraba alegre y locuaz”, declaró la señora Consuelo de González, quien había asistido a la misa que Romero celebraba la misa por la señora Sara Meardi de Pinto, en el primer aniversario de su muerte.

“Platicaba con toda la gente, pero había algo raro en él que nunca había visto, se diría que presentía lo que iba a ocurrirle”, agregó González, según recogió la edición de Diario El Mundo del 25 de marzo de 1980.

La señora, que asistía a la última misa oficiada por Romero, dijo que él estaba en el momento de la consagración cuando “se vieron luces y casi inmediatamente se oyó una gran detonación, cayendo el arzobispo mortalmente herido”.

“Me eché al suelo junto a otras personas”, relató.

“(Monseñor Romero echaba sangre por boca y nariz. La madre Juanita mantuvo su cabeza entre su regazo y retiró la estola de su cuello”, contó González.

El prelado fue llevado de inmediato a la Policlínica Salvadoreña pero falleció en el camino. “Todo fue tan sorpresivo. De repente lo vimos caer, se escuchó una pequeña detonación”, relató una religiosa.

“Murió por nosotros”

Poco después del crimen llegó a la capilla Monseñor Ricardo Urioste.

“Monseñor Romero se ha ido, murió por nosotros, así como murió Cristo, pero la iglesia no es un solo hombre”, declaró Urioste a los periodistas.

“Su gran pecado había sido defender a los pobres, pregonar la paz, luchar por la vigencia de los derechos humanos y combatir la injusticia”, agregó el sacerdote.

Aquella noche, inmediatamente se conoció la noticia, el transporte público mermó, los restaurantes cerraron. La Fuerza Armada empezó a patrullar las calles.

La madrugada del martes 25 estallaron bombas en San Salvador, en edificios de empresas financieras, causando destrozos y alarma. También estallaron bombas en San Miguel y Santa Ana.

El cadáver de monseñor Romero fue trasladado el miércoles de la Basílica del Sagrado Corazón a la Catedral, en una impresionante procesión de duelo y silencio.

Ese día se conocería que el cuerpo de monseñor Romero sería sepultado el domingo siguiente. Los funerales del arzobispo también desataron una matanza sin precedentes.

Su última homilía

El domingo anterior, Romero había hecho un dramático llamado para que cesar la violencia.

“Yo quisiera hacer un llamamiento de manera especial a los hombres del Ejército y en concreto a las bases de la Guardia Nacional, de la Policía, de los cuarteles: hermanos, son de nuestro mismo pueblo, matan a sus mismos hermanos campesinos y ante una orden de matar que dé un hombre, debe prevalecer la ley de Dios que dice: ¡No matar! Ningún soldado está obligado a obedecer una orden contra la ley de Dios. Una ley inmoral, nadie tiene que cumplirla”, dijo Romero.

“En nombre de Dios, pues, y en nombre de este sufrido pueblo cuyos lamentos suben hasta el cielo cada día más tumultuosos, les suplico, les ruego, les ordeno en nombre de Dios: ¡Cese la represión!”, subrayó.

 

Juan Pablo II: “dolor y aflicción”

El papa Juan Pablo II dijo que su ánimo “estaba traspasado de dolor y aflicción”, por el hecho.

“No puedo menos que expresar mi más profunda reprobación de pastor universal ante este crimen execrable que flagela la dignidad de la persona, hiere en lo más hondo la conciencia de comunión eclesial y de quienes abrigan sentimientos de fraternidad humana”, dijo el pontífice ante el crimen.