Hay quienes, bajo la cobertura del halo de las musas griegas, son capaces de marcarles las rutas de la vida y el amor a las personas. A mí particularmente y no obstante haberme declarado “autista” por ser fanático seguidor de Luis Eduardo Aute desde mi adolescencia “de alguna manera” deslumbrado por la música y la letra de sus célebres piezas de antología– hubo alguien que también, por esos años, me señaló por donde debía dirigirme en este insondable y portentoso albur llamado vida. “Era callejero por derecho propio; su filosofía de la libertad fue ganar la suya sin atar a otros y sobre los otros no pasar jamás. Aunque fue de todos nunca tuvo dueño que condicionara su razón de ser; libre como el viento era él nuestro perro, nuestro y de la calle que lo vio nacer”.

Cortez, Alberto. Conocido así por ser éste su nombre artístico, lo recordamos en el auditorio de la Facultad de Derecho de la Universidad de El Salvador quienes sentimos, vivimos, nos conmovimos y fuimos parte en las décadas de 1960 y 1970 de los estremecimientos de un país convulsionado en el cual comenzaban a sonar‒todavía no tan fuerte‒ los tambores de una guerra que después asoló su territorio. Figurón impecable trajeado de negro completo, quedé impactado con su vozarrón y su manejo escénico, acompañado solamente por un magistral pianista. Entonces no sabía que tras haber nacido el 11 de marzo de 1940 en Rancul, La Pampa, Argentina, a este personaje lo registraron donde correspondía con el nombre de José Alberto García Gallo. Hasta ahora me entero.

“Era un callejero con el sol a cuestas, fiel a su destino y a su parecer, sin tener horario para hacer la siesta ni rendirle cuentas al amanecer; era nuestro perro y era la ternura que nos hace falta cada día más, era una metáfora de la aventura que en el diccionario no se puede hallar”. Fidelidad ‒me enseñó a lo que alguien se plantea libremente como su opción de vida, con pensamiento y criterio propios para establecerla, sin ataduras para sí y sin atar a sus semejantes; ternura ante el dolor de la injusticia y disposición para asumir el desafío de combatirla. Eso me grabó en la mente y el corazón, hace casi cuatro décadas, el bardo y cortes “callejero” que después de cantarle a las “cosas bellas” hoy ya se marchó con ellas; “se bebió de golpe todas las estrellas, se quedó dormido y ya no despertó”.

Por eso ahora le “llegará una rosa cada día”, tal como me enseñó a entender el amor en todas sus dimensiones. Una rosa para él, para mí, para el pueblo sufrido… Una rosa que “medie en la distancia” para ser necesaria y “silente compañía cuando a solas” duela la nostalgia; una rosa que anuncie “tiempos de ventura”, enviada por el “mago fabuloso” y “sigiloso” hacedor de estrellas que queden en la almohada para que “todas ellas” iluminen sueños y esperanzas. Una rosa que nos haga vivir la mañana “entre comillas”; que a nuestras almas ayude a escapar por las ventanas, volando de una orilla a otra orilla.

Para eso, hay que tener “fantasía”; quienes no la tengan “no podrán entender, es muy complejo”, cómo “acorta la distancia cada día recibir una rosa desde lejos”. Eso, día a día, equivale a “quitarle al calendario las hojas que nos faltan todavía” para dejar de ser solitarios y pasar a ser solidarios; para amar sin reservas con el amor más grande del mundo: el de quien da la vida por quien sufre.

Don Alberto Cortez, usted me enseñó que “en cuanto llama la vida los hijos siempre se van”; los “está esperando el camino y no le gusta esperar”. Por eso, en buena medida, me decidí y dejé el hogar para intentar caminar “siempre adelante tirando bien de la rienda”, sin ofender a nadie para que nadie me ofendiera; pero si esto último ocurriera, en consecuencia también me enseñó a enfrentar a quien lo hiciera. Junto a otras y otros como usted, usted me enseñó a caminar “siempre adelante” marcando mi senda y sembrando el “mejor trigo” posible para tener la mejor molienda; apartando las piedras con las que me topé, preocupado por quienes “vienen detrás”; “pensando que hay un mañana”, sin permitirme perderlo por muy buena que esté la cama; sin derrumbarme “por nada” y extendiendo abierta mi mano para quien quiera “estrecharla”.

Muchas, pero ¡muchas gracias señorón!.