Cortez, Alberto. Conocido así por ser éste su nombre artístico, lo recordamos en el auditorio de la Facultad de Derecho de la Universidad de El Salvador quienes sentimos, vivimos, nos conmovimos y fuimos parte en las décadas de 1960 y 1970 de los estremecimientos de un país convulsionado en el cual comenzaban a sonar‒todavía no tan fuerte‒ los tambores de una guerra que después asoló su territorio. Figurón impecable trajeado de negro completo, quedé impactado con su vozarrón y su manejo escénico, acompañado solamente por un magistral pianista. Entonces no sabía que tras haber nacido el 11 de marzo de 1940 en Rancul, La Pampa, Argentina, a este personaje lo registraron donde correspondía con el nombre de José Alberto García Gallo. Hasta ahora me entero.
“Era un callejero con el sol a cuestas, fiel a su destino y a su parecer, sin tener horario para hacer la siesta ni rendirle cuentas al amanecer; era nuestro perro y era la ternura que nos hace falta cada día más, era una metáfora de la aventura que en el diccionario no se puede hallar”. Fidelidad ‒me enseñó a lo que alguien se plantea libremente como su opción de vida, con pensamiento y criterio propios para establecerla, sin ataduras para sí y sin atar a sus semejantes; ternura ante el dolor de la injusticia y disposición para asumir el desafío de combatirla. Eso me grabó en la mente y el corazón, hace casi cuatro décadas, el bardo y cortes “callejero” que después de cantarle a las “cosas bellas” hoy ya se marchó con ellas; “se bebió de golpe todas las estrellas, se quedó dormido y ya no despertó”.
Por eso ahora le “llegará una rosa cada día”, tal como me enseñó a entender el amor en todas sus dimensiones. Una rosa para él, para mí, para el pueblo sufrido… Una rosa que “medie en la distancia” para ser necesaria y “silente compañía cuando a solas” duela la nostalgia; una rosa que anuncie “tiempos de ventura”, enviada por el “mago fabuloso” y “sigiloso” hacedor de estrellas que queden en la almohada para que “todas ellas” iluminen sueños y esperanzas. Una rosa que nos haga vivir la mañana “entre comillas”; que a nuestras almas ayude a escapar por las ventanas, volando de una orilla a otra orilla.
Para eso, hay que tener “fantasía”; quienes no la tengan “no podrán entender, es muy complejo”, cómo “acorta la distancia cada día recibir una rosa desde lejos”. Eso, día a día, equivale a “quitarle al calendario las hojas que nos faltan todavía” para dejar de ser solitarios y pasar a ser solidarios; para amar sin reservas con el amor más grande del mundo: el de quien da la vida por quien sufre.
Don Alberto Cortez, usted me enseñó que “en cuanto llama la vida los hijos siempre se van”; los “está esperando el camino y no le gusta esperar”. Por eso, en buena medida, me decidí y dejé el hogar para intentar caminar “siempre adelante tirando bien de la rienda”, sin ofender a nadie para que nadie me ofendiera; pero si esto último ocurriera, en consecuencia también me enseñó a enfrentar a quien lo hiciera. Junto a otras y otros como usted, usted me enseñó a caminar “siempre adelante” marcando mi senda y sembrando el “mejor trigo” posible para tener la mejor molienda; apartando las piedras con las que me topé, preocupado por quienes “vienen detrás”; “pensando que hay un mañana”, sin permitirme perderlo por muy buena que esté la cama; sin derrumbarme “por nada” y extendiendo abierta mi mano para quien quiera “estrecharla”.
Muchas, pero ¡muchas gracias señorón!.