Daniel Ortega, como todo déspota acorralado, ha perdido finalmente uno de los más elementales sentidos políticos: el de las proporciones. La redada de capturas contra líderes opositores y miembros de la sociedad civil que ha hecho en los últimos días demuestra que el pánico se ha apoderado de él y de su entorno. La pérdida del poder es una nube negra que le amenaza desde abril de 2018, y a partir de ese momento ha hecho todo para evitar lo que parece inevitable.

En circunstancias normales —es decir, si en Nicaragua existiera democracia—, Cristiana Chamorro (ahora sometida por el régimen) ganaría abrumadoramente las elecciones de noviembre. Ortega lo sabe y por eso recurrió a la fuerza. Utilizó su control absoluto sobre la Fiscalía y el órgano judicial para acusar a su principal contrincante de “gestión abusiva y falsedad ideológica en concurso con lavado de dinero, bienes y activos”. Bajo esos señalamientos, tan descabellados como arbitrarios, Cristiana fue la primera rival en ser apartada de la carrera presidencial.

Tras el confinamiento de la más visible y temida opositora del sandinismo se desencadenaron luego las capturas del resto de personalidades que adversan a la pareja Ortega-Murillo. Arturo Cruz, Juan Sebastián Chamorro y Félix Maradiaga, en ese orden, fueron aprehendidos por la policía acusados de “terrorismo y conspiración contra la soberanía e independencia de Nicaragua” (¿?).

Para un tirano es muy fácil proceder así. Puesto que controla al mismo tiempo la confección y la aplicación de las leyes, éstas no están al servicio de la estricta justicia, sino para dar alivio a sus delirios paranoides, es decir, para ser arrojadas contra cualquier ciudadano enmarcado como oponente, crítico o meramente neutral. Todos son sospechosos. Ya nadie está a salvo.

Después de sacar del camino a las figuras políticas que pueden hacerle sombra, Ortega ha ido también tras los liderazgos sociales que se han atrevido a hacerle señalamientos. Ahí se han ido en la colada presidentes de gremiales, voceros de organismos no gubernamentales, miembros de alianzas cívicas. Han terminado presos incluso aquellos que, por cuidar sus negocios, mantener su estatus o simplemente evitarse problemas con el régimen, alguna vez fueron cómplices activos o pasivos del proceso de acumulación de poder del sandinismo. Hoy, entre cadenas, están pagando carísimo la deuda de valentía y coraje que fueron adquiriendo, a cambio de baratijas, con su patria sangrante.

Por muchas razones, incluso por la cercanía geográfica, Nicaragua es el mejor espejo en que los salvadoreños debemos vernos a la cara. Y hemos de hacerlo sin miedo, con señorío, diciendo las cosas como son. Nayib Bukele no ha mostrado ser muy distinto de Daniel Ortega. Sus respectivas trayectorias, de hecho, muestran notorios paralelismos: populismo y manipulación sentimental, dominio sobre los tres poderes del Estado, marcos legales confeccionados a la medida, antiimperialismo trasnochado, hipersensibilidad a la crítica, restricciones a la libertad de prensa, ataques sistemáticos a la oposición, inoculación del odio social, y un largo (bastante largo) etcétera.

Los nicaragüenses despertaron en abril de 2018 y desde entonces han venido luchando por recuperar su libertad. Les ha costado sangre. Los presos políticos se cuentan por miles. Y el tirano aún no cae. ¿Queremos los salvadoreños pasar también por ese túnel oscuro? ¿Tan aletargados estamos que ni el incendio en la casa del vecino nos hace saltar de la hamaca?