Quitemos hierro desde el principio. La versión cinematográfica de Todd Phillips sobre los orígenes del Guasón, villano de cartel creado en el complejo mundo del cómic estadounidense, es un portento. Destacan, sí, la cuidada actuación de Joaquín Phoenix, la impecable puesta escena del Nueva York ochentero como la Ciudad Gótica del paquín y la banda sonora, capaz de poner el contorno claustrofóbico que rodea la conversión del payaso triste en el asesino macabro.

Pero esta película vale más porque su texto cinematográfico trasciende sus orígenes -el cómic- para dar paso a un subtexto que vive a medio camino entre la sátira política y el ensayo social. Gracias a que Phillips encuentra una voz muy clara puede, con el pretexto de contarnos los orígenes del Guasón, hablarnos sin concesiones de la metáfora del payaso. Y esa es una metáfora sobre la marginalidad.

Arthur Fleck es, primero, un ser marginal. Lo es antes de ser un enfermo mental que intenta contener su locura dentro de los cánones que impone una sociedad en la que él no tiene lugar. Lo es antes de que quienes lo marginan lo transformen en el payaso asesino. Es la marginalidad la que impide la sanación de la locura y la transforma en odio ciego, en violencia.

Arthur Fleck es, antes que loco, un niño nacido de la locura social que provoca la desigualdad. Arthur es hijo de una madre soltera, marginal también, violentada por su pareja y sus patronos; hija ella también de una sociedad que la desprecia y no tiene reparo alguno en enviarla a los contornos de miseria que rodean las ciudades en las que vive la gente de bien.

Es ahí donde nace Arthur. Es ahí donde Arthur intenta seguir las reglas de convivencia. Es ahí donde busca, sin éxito, la redención, la salida. Pero claro, la estirpe de Arthur tiene algo de Macondo: está condenada.



La pregunta final, brutal, que nos arroja la narrativa tiene que ver con la maldad. Y la trampa es pensar que la maldad concentrada en el guasón asesino que una vez fue el indefenso Arthur Fleck es la única condenable. Que lo es: no hay, no puede haber disculpas para el asesinato. La trampa es obviar las otras maldades, las menos marginales, las que se visten, pulcras, y se las disculpa porque están así vestidas.

No soy especialista en cómic, ni siquiera lector regular, pero entiendo, por lo que me cuentan colegas que sí lo son, que en esta película la torcedura del código moral del cómic adquiere nuevas dimensiones: aquí Thomas Wayne, el millonario filántropo, protector de Gótica, es otro villano. Es, en un giro propio del guion que da vida a este filme, la encarnación de la desigualdad cuyo reverso es la marginalidad que condena a Arthur Fleck.

Es la figura de Thomas Wayne la que más actualidad de a la película. Porque Thomas Wayne es Donald Trump: un millonario que lo es gracias a un sistema hecho y mantenido para favorecer a gente como él -recorte masivo de impuestos a los más ricos, ¿les suena?- y que entiende a los otros como los que valen menos, como los holgazanes que son pobres por decisión propia, como los desechables.

Al final, en el arco narrativo de la película, el asunto de la transformación del marginal en el asesino -el origen social de las pandillas, ¿les suena?- termina siendo el tronco del que se desprenden, como ramas deformes, los otros cuentos, el de la hipocresía del que juzga desde la comodidad, o el del comentarista empoderado por sus relaciones políticas y su megáfonos que no duda erigirse en juez supremo de los otros, los marginales, los provocadores del caos. Por ejemplo.

https://www.youtube.com/watch?v=zAGVQLHvwOY

La narración principal y las que la acompañan llegan sin imposturas. Y es así gracias a cuatro cosas que, en términos cinematográficos puros, hacen de esta una película extraordinaria para los estándares actuales:

  • La banda sonora:


Hay dos partes en esto. La música que la película toma prestada, aquí rolas más bien tristonas de Sinatra, The Who y Hendrix, que sirven sobre todo para la ubicación geográfica y emocional: estamos en Nueva York, la urbe inmensa que devora a la suyos. Aun Sinatra suena aquí a marginalidad: “He sido un títere… un pirata, un peón y un rey… He estado arriba, abajo, acabado y afuera…”, canta La Voz al principio, cuando Arthur Fleck parece aún no estar condenado del todo. Frank, claro, tiene algo que Arthur no: opciones.

Y está, luego, la partitura original -el score-, escrita por la chelista finesa Hildur Guðnadóttir. Es en esta segunda parte donde está la magia. Las cuerdas de Hildur, abrazando percusiones de ritmo cadencioso, acompañan toda la transformación de Arthur Fleck y crean el lienzo en el que Joaquín Phoenix pinta al personaje con su interpretación. Frente a la pantalla, la sensación que provocan las contorsiones -que son a veces convulsiones- del Fleck marginal transformándose en asesino es tan intensa porque la partitura de Guðnadóttir nos encierra, nos abraza, así estemos frente al espejo con Arthur, en su cuartucho, o viéndolo confrontar a su némesis frente a la reja que lo separa de los Wayne, del otro mundo que no es de él y lo escupe.

https://www.youtube.com/watch?v=bW-OLcZ4tGY

La presencia de la partitura en la pantalla evoluciona, como el personaje. Al momento más bajo de Arthur, en el que se sabe derrotado, alejado de cualquier dibujo de esperanza, el que antecede a una de sus frases más lapidarias –“No he sido feliz un solo día de mi vida”- lo acompaña la pieza “Defeated clown”: sonido de cuerdas que se alargan hasta la desesperación para hundirnos en la desesperanza y, teniéndonos una vez ahí, remacharnos con el sonido constante, imperturbable, de un tambor. Es como escuchar, en pantalla, las sensaciones que provoca un cuento de Allan Poe. Luego, en la cúspide de la transformación, cuando el asesino ya ha nacido, acompaña “Call me Joker”, en que al crescendo de las cuerdas del chelo y de los violines se une de nuevo un tambor, más potente este, para acompañar la consumación.

  • La puesta en escena (decorados):


El escenario es Ciudad Gótica, que es el alter ego de Nueva York. En esta versión de la historia del Guasón, y a diferencia de las versiones sicodélicas noventeras de Joel Schumacher o las más apocalípticas de Christopher Nolan en su trilogía milenial, Gótica/Nueva York apesta a realidad. Y, como bien lo hacía Hitchcock, Phillips encuadra sus escenas, las decora de tal forma que es casi posible oler la pestilencia: como en ese encuadre en que Arthur cree estar cenando en un comedor con su novia imaginaria, rodeado de montañas de bolsas negras de basura -quien ha pateado Brooklyn, Queens o Manhattan sabe que es un paisaje usual. Es como si los desperdicios rodearan todo, hasta los atisbos más breves de felicidad.



Como la música, la escenografía de Phillips es un espíritu presente, un pincelazo más para dibujar en el lienzo. La mejor muestra: la escena en que Arthur, harto ya del maltrato, del sistema que lo condena, decide vaciar su ira en forma de balazos contra el cuerpo de tres ejecutivos trajeados que, sentados en su vagón del metro, engominados y borrachos, han decidido ultrajar a un miserable más. Es el inicio de la mutación al payaso asesino; de fondo: vagones pintarrajeados de un metro asqueroso que para en una estación aun más sucia. Es la parodia perfecta del viaje hacia el abismo.

  • La actuación del Fénix:


Mucho se ha escrito sobre ella. Y sí, es sobresaliente, pero, a mí gusto, no es redonda, como la de DeNiro en Taxi Driver o la de Pacino en el segundo capítulo de El Padrino. Phoenix es como un buen bailador de flamenco que utiliza la lección académica para llenar el espacio al que el don natural no llega. Phoenix es completo cuando intenta sonreír, cuando quiere dar normalidad a su personaje atormentado. Y es más ordinario cuando nos presenta, en los primeros compases, la risa histérica que es producto de su condición mental y terminará siendo marca de fábrica; hay algo de impostura en esas primeras veces que Arthur ríe desesperado. Eso cambia conforme avanza la transformación del personaje. El actor es incontestable cuando Arthur ha consumado su mutación: cuando, sentado en la salita de su vecina, vacía en su mirada todos los demonios que se le esconden adentro, o cuando, ya desde la locura total, convertido en el mesías de los marginales, despliega su risa sangrada.



  • La fotografía:


Lawrence Sher, el director de fotografía, vuelve aquí a un recurso primario pero esencial, que es colocar la cámara, sin que grite, en los lugares adecuados para acompañar las transformaciones del personaje destacando los retazos mas importantes que le da el intérprete, Phoenix en este caso. Un camarógrafo mediocre puede empequeñecer una gran actuación, y, al revés, un actor mediocre no alcanzará la excelencia por más trucos de cámara que le pongan enfrente -piensen en los interminables primeros planos de Mel Gibson en Braveheart. Aquí, Sher usa la cámara para que Phoenix se despliegue, se dosifique, nos grite o nos devuelva con su risa nuestra patética lástima. La cámara sirve también a la mutación del payaso.

Como ocurre en las buenas películas, en esta todos los retazos de la pintura final, trazados en el lienzo con fineza o crudeza según lo requerido, coexisten en armonía. Casi nada sobra. Y al final, por eso, es posible entender que estamos frente a una de esas obras de arte en las que la belleza radica en la verdad que produce el dolor, incluso la repulsión. Como en un cuento de Poe.