El 15 de octubre de 1979, la llamada “juventud militar” encabezó el golpe de Estado mediante el cual se derrocó al general Carlos Humberto Romero; según la proclama difundida entonces, entre las razones que motivaron la asonada aparecía ‒en segundo lugar el hecho de que durante ese período presidencial se había “fomentado y tolerado la corrupción en la Administración Pública y de Justicia”. Cabe señalar que eso no era ninguna novedad sino una calamidad histórica en el país, deliberadamente sostenida para favorecer a determinados poderes fácticos. Por ello, en esa especie de elemental pero a la vez radical propuesta de cambio se planteaban los “lineamientos” que guiarían ese esfuerzo por sanear el país, entre los cuales estaba ‒también ocupando el segundo peldaño la erradicación de semejante “peste”.

Pero ni ese ni los demás buenos propósitos formulados, como por ejemplo el de fortalecer “el sistema democrático”, se alcanzaron; es que, si no muerta, esa atrevida apuesta nació moribunda y falleció en seguida. Y se nos vino encima la guerra que, como se sabe, finalizó con la firma de los acuerdos a los que llegaron los bandos enfrentados en la misma.

Un tema nodal negociado en tal escenario fue, cabalmente, meterle el bisturí al sistema de justicia para sanearlo; así, pues, hasta se reformó la Constitución. Y en Chapultepec, el 16 de febrero de 1992, se finiquitó esa necesaria etapa para el inicio de la construcción de un nuevo país democrático y en paz. Luego, recomendación tras recomendación, la misión de las Naciones Unidas instalada en el terreno siguió delineando aún más el rumbo; en el informe de la Comisión de la Verdad, además, se dedicó un apartado para apuntalar el esfuerzo por instaurar un sistema de justicia decoroso.

Del fallido intento golpista para superar esa terrible “enfermedad terminal” nacional, transcurrieron ya más de 40 años; de lo segundo, 28. Y nada… Al menos nada más que cambios en la forma, fuera de algunas contadas pero importantes excepciones de fondo. El caso es que al ser consultada la población en una encuesta reciente sobre la confianza que le generan las instituciones estatales y sociales, la Corte Suprema de Justicia aparece con un 8.3%; abajo solo están el empresariado, seguro se trata de los grandes leviatanes para que la Asamblea Legislativa ocupe el penúltimo sitio y los partidos políticos el del sótano.

Así, pues, como dijo don Mario Moreno “Cantinflas”: “Ahí está el detalle”. Resulta que quienes hacen las leyes y quienes deben impartir justicia, están manejados por los grandes intereses económicos y por los mezquinos procederes de los políticos. Y ese cuarteto de actores poco presentables son los que menos fe le generan a la “noble afición” víctima de sus pérfidas ambiciones, perversas iniquidades e insultantes torpezas.

Así las cosas, ¿quién cree que la situación del país cambió estructuralmente tras una guerra y casi tres décadas de desatinos? El “camino de la paz”, así le llamó las Naciones Unidas al “proceso de pacificación” que tanto afamó, se torció y‒sobre todo con los últimos berrinches presidenciales junto a las bajezas partidistas‒ más pareciera que se enrumba hacia un peligroso precipicio.

Y en esa melodramática palestra nacional, cualquier delincuente de “cuello blanco”, saqueador del erario o algún dirigente partidista maleante, amparado por esta saben que al ser investigados por alguna ilegalidad que se les impute, sus defensores formales e informales alegarán ‒precisamente‒ que se está “judicializando la política” para sacarlos de la “jugada”. Es la mejor “defensa” y en eso no hay distinción entre “derecha” e “izquierda”. Bueno, en eso y en muchos asuntos más.

Francesc de Carreras,‒constitucionalista y docente barcelonés, sostiene que tal “judicialización de la política” no ocurre “si el juez cumple con una función imprescindible en un Estado de derecho: controlar jurídicamente al poder”. Cuando “los órganos judiciales actúan por causas no justificadas en razones jurídicas” sino políticas, entonces sí se está “judicializando la política”, pues “el juez se extralimita en su función al invadir un campo en el que no es competente, vulnerando así el principio de división de poderes”. Entonces, este debe enfrentar “su responsabilidad jurídica”.

En este nuestro país, esa excusa de poco o nada le sirve a este tipo de malandros, pues ‒sabiendo quienes manejan la impartición de justicia nadie se la cree, ni a los expresidentes de cualquier órgano estatal corruptos ni a otros que también la utilizan. Porque acá lo que ha ocurrido y sigue ocurriendo con la impartición de justicia, más bien, es su deshonra al ser esta politizada o mercantilizada. Así, sin distingo “ideológico”, unos y otros ocupan esa muletilla para intentar en vano aparecer como virtuosos cuando para nada lo son.