En nuestro país es normal que cada tema se hace político, y cada tema se vuelve controversial, lo cual impide un avance natural de las condiciones de vida a un mejor estatus para cada uno de los salvadoreños.

Vivimos una guerra civil que costó la vida –según cálculos de instituciones relativamente serias– a cerca de 75,000 personas, y la cual finalizó prácticamente sin vencedores ni vencidos, suscribiéndose los llamados acuerdos de paz, en Chapultepec, México, entre Gobierno y los alzados en armas, en 1992, acuerdos que callaron las armas, y permitieron un relativo desarrollo político que a la larga por medio de la forma civilizada, las elecciones, allanó el camino al poder político al grupo rebelde de la guerra, al FMLN, quien mantuvo el poder durante los últimos diez años.

Para ello, fue de hecho, elemento casi indispensable implementar una amnistía, otorgada por medio de una ley, que mal que bien, mantuvo a las partes involucradas en un ambiente relativamente al margen de venganzas y acciones de represalias contra sus hasta entonces “enemigos a muerte”, lo cual contribuyó sustancialmente a mantener la precaria paz, producto de los acuerdos.

Pese a todo lo logrado, la Sala de lo Constitucional anterior analizó la referida ley que implementó la amnistía y, con una actitud sumamente legalista, la declaró inconstitucional, derogándola, y con ello abrió la puerta a que se iniciaran procesos nuevamente contra personas vinculadas a hechos sucedidos en la guerra que acarreaban responsabilidades penales, lo cual, a su vez, en determinada forma, ha ocasionado inestabilidad en determinados grupos sociales que tuvieron participación activa durante la mencionada guerra.

Pertenezco a las miles de personas que quisiéramos que las páginas de la guerra quedaran para siempre en el pasado, y no trajeran efectos desestabilizadores a la sociedad actual. Especialmente cuando se detecta claramente que la actividad punitiva que se pretende impulsar se dirige, principalmente, contra el sector “derecha” y nadie ni nada se conoce contra los crímenes de la llamada “izquierda”, aunque los hay en abundancia.

Al momento actual tenemos una realidad apremiante, por la razón de que estamos a escasos días de un cambio en el Órgano Ejecutivo, lo cual es esencial en el proceso de formación de la ley, ya que si la nueva ley de amnistía es aprobada, deberá ser sancionada y publicada por el Presidente del Ejecutivo, que si es todavía el profesor Sánchez Cerén, no habría problema; pero si ya hubiera llegado el 1 de junio, sería el señor Bukele, quien ya ha expresado su oposición a dicho proyecto, y consecuentemente, no habría sanción, sino que veto.

Aparte de las anteriores consideraciones prácticas sobre el nuevo decreto de la amnistía, y sin considerar si el decreto nuevo podrá o no ser declarado inconstitucional o no por la actual Sala de lo Constitucional, siempre he creído que las amnistías son muy útiles para reconciliar a los pueblos de los países que han sufrido guerras, porque sanar heridas por medio de juicios es imposible, debido a la cantidad de casos, y al transcurso del tiempo, que aleja la posibilidad de hacer presente la prueba –testimonial y documental- y se es propicio a cometer el llamado error judicial.

Es entonces que eliminar la amnistía se vuelve un negocio, porque el interés comercial o político aparece en los planos judiciales con forma de derechos humanos o con sentido de defender y proteger delitos de lesa humanidad, calificados por organismos especializados que generalmente vienen de fuera de los lugares donde se suceden los hechos, y pierden por ello legitimidad en conocimiento.

Finalmente debemos señalar que el gran argumento de quienes se oponen a conceder una amnistía se basa en que con esa opción se estaría concediendo impunidad. Pero eso es lo que representa a la larga la institución de la amnistía: El perdón ante la imposibilidad de imponer la justicia, por las razones que sean, pero obtener a cambio la paz social.