Es inevitable comparar la expectativa de cambio que tiene hoy El Salvador con su nuevo presidente, como la que tuvo hace 10 años con el “refugiado político”.

Con excepciones muy puntuales, ambos generaron un ideario de esperanza muy sólido en mercadeo, pero muy débil en contenido y estrategia país. Que el primer decreto presidencial para una Nación sumida en una inseguridad terrible, con una canasta básica por el cielo y con un alto desempleo sea cambiar el nombre de un Cuartel de Infantería, tiene el mismo (o nulo) impacto nacional como entablar relaciones con Cuba como primera acción presidencial.

Eliminar el nombre del coronel Domingo Monterrosa de la infraestructura de la Fuerza Armada resulta, para muchos, una decisión histórica pendiente, pero dudo que sea la primera acción que esperaba el joven deseoso de dignificación laboral o la familia que aún llora a una madre asesinada por el hábito de correr en la vía pública.

Los aplausos y comentarios en las redes sociales quizá generaron beneplácito en el firmante, pero es tan efímero como los provocados hace diez años en Cifco, cuando por decreto El Salvador le abrió sus puertas a la isla de los Castro. ¿Qué se obtuvo de eso? NADA, más que resentimientos y acusaciones de médicos salvadoreños contra el Gobierno por haberlos desplazado con homólogos cubanos.

El 1 de junio se esperaba algo más concreto, más sólido. Una decisión que justificara toda aquella estrategia de comunicación alrededor de la toma de posesión. Todos sabíamos que esa ceremonia sería el peor de los escrutinios públicos de los diputados y funcionarios salientes. Fácil la libraron. Hasta predecible que el nuevo presidente impusiera su “toque personal” en el evento, rompiendo el protocolo de la vestimenta.

Lo que nadie esperaba, sobre todos los que no votaron por él, era un discurso de muchas palabras y poco contenido.

Tan siquiera una línea de acción en contra de la delincuencia, o el anuncio de una gran inversión luego de tanta visita al extranjero o por lo menos, una sola medida para reactivar la economía. Algo puntual y concreto que inyectara en sus detractores y en especial, en los generadores de empleo abatidos por tener que cesar personal ante lo mal que va el país, esa dosis de esperanza que hizo algunos ciudadanos madrugar el sábado del cambio de mando.

Pero no hubo nada más que la frase de “medidas amargas”. Siempre se ha dicho que eso es lo que necesita el país, la cosa es cuáles. Un estratega en comunicación dirá que fue lo correcto, sin compromiso verbal público hay menor posibilidad a futuras recriminaciones (ojo, hay un plan de gobierno escrito); pero para un padre de familia, un labrador de la tierra, un profesional, un emprendedor, eso lo que genera es incertidumbre y miedo.

Es apresurado hacer conjeturas de lo que pasará. Lleva días siendo presidente y muchos de sus ministros apenas y van a familiarizarse con la ruta casa-despacho, porque su nuevo jefe no dio la oportunidad a la transición básica de un puesto. Así que a esperar a que todos terminen de sentarse y entender la verdadera realidad de sus puestos de trabajo y de la institucionalidad que los envuelve. Confiemos que no les tome cinco años.