Mis abuelos solían repetir una frase lapidaria sobre la guerra: “la guerra ni de palabras es buena”. La experiencia, sus convicciones religiosas y su visión de gente sencilla, pero sumamente sana los llevaba a expresiones así.

La guerra ni de palabras es buena y esta semana nos lo han demostrado las víctimas del conflicto que han llegado a la Comisión Legislativa que estudia la Ley de Reconciliación. Insisto. En una guerra no hay bando bueno y la crueldad y la maldad son la conducta habitual.

Lo que esos testimonios nos están dejando debe provocar una profunda introspección como país, como sociedad. Entender que no se puede glorificar más la guerra y hablar de heroísmos mal entendidos, de sujetos que se creían dueños de la vida y la muerte de cientos de miles de personas.

El escritor estadounidense, Henry Miller decía que “Cada guerra es una destrucción del espíritu humano”. Y eso es lo que hemos escuchado en esos testimonios. En la guerra no solo se perdieron vidas, se mataron espíritus de aquellos que sufrieron torturas, desplazamientos, exilio, los que perdieron a sus hijos, a sus padres, a sus hermanos, a sus parejas, a sus seres queridos y la desaparición de otros a los que nunca pudieron darle cristiana sepultura y que aún hoy buscan.

Lo sufrido por todos los salvadoreños debería ser una gran lección para entender que la confrontación y la intolerancia fue lo que llevó a aquel horrible conflicto del que aún afloran las heridas. Hoy necesitamos cultivar aún más la moderación, la tolerancia, los puentes de entendimiento, aprender de esos terribles episodios para no repetirlos nunca más, para que las generaciones venideras no tengan que afrontarlos y sufrirlos. Esa es la responsabilidad de las generaciones actuales y futuras.