Entre las cosas originales que presenciamos en la toma de posesión presidencial de Nayib Bukele, deseo referirme al momento sorpresivo dentro de su discurso inaugural, cuando pidió a los numerosos asistentes al acto que levantaran la mano derecha, para tomarles el juramento de apoyar y defender varias acciones que proyecta ejecutar dentro de su período administrativo de la nación.

A nivel personal, considero que ese momento no tiene nada de extraño y hasta pienso que más que un juramento, fue una petición de apoyo social, de responsabilidad compartida que el flamante mandatario pidió, a quienes se decantaron por su candidatura, en las elecciones del 3F de este año. Hacer conjeturas perversas sobre el contenido de las expresiones vertidas, dan la impresión que aún hay resentimientos, a flor de piel, de algunos sectores políticos que aún no digieren el haber perdido, en forma extraordinaria, un supuesto predominio electoral del cual alardeaban hace unos pocos años y del cual, según sus expectativas, estaban seguros de conservarlo por muchos años más. La dura realidad comprobada en las urnas vino a despertarlos a una realidad nueva que nunca imaginaron o previeron, como fue el triunfo masivo que alcanzara un joven político, sin más experiencia que dos períodos en el campo edilicio.

Sin embargo, es oportuno mencionar que, aun cuando respaldamos el llamado a la responsabilidad compartida que formulara Nayib en su toma de posesión, ello no implica, ni ahora ni nunca, que se le extiende un cheque en blanco de la voluntad popular. En una democracia deben tenerse muy en cuenta los pesos y contrapesos que conllevan toda acción gubernamental, ante los ojos de la sociedad que es su única destinataria y juzgadora, considerando que en el pueblo reside la soberanía de la República y de donde emana el poder público. Por eso, el inciso tercero del Art. 86 de la Constitución expresa que “los funcionarios públicos son delegados del pueblo y no tienen más facultades que las que expresamente les da la ley” (vínculo jurídico negativo), mientras que los ciudadanos tenemos la facultad de hacer todo, menos lo que la ley prohíbe (vínculo positivo de la ley). Por eso, ningún gobierno puede “amarrar” por medio de un juramento, una promesa, o una declaración, que la sociedad será responsable solidariamente de sus actos oficiales, sean éstos, buenos o perjudiciales. Luego, ¿dónde queda la responsabilidad compartida? Esa es la cuestión medular que ciertos sectores, especialmente partidarios, olvidaron o la pasaron por alto.

Basados en la concepción constitucional de que los funcionarios públicos, electos o nombrados, son únicamente delegados del pueblo, el poder estatal deviene en un mandato que, de acuerdo a la concepción civilista desde los tiempos de Rousseau, Hobbes, Locke y otros tratadistas, es un “contrato en que una persona confía la gestión de sus negocios en otra”. El pueblo, sujeto mandante, confía en el órgano ejecutivo, sujeto mandatario, la gestión de asuntos vitales y prioritarios como la salud, la educación, obras viales, finanzas, etcétera.

Ese contrato se ratifica cada cierto tiempo fijado de acuerdo al gran pacto o contrato social, denominado Carta Magna o Constitución de la República. Luego, la responsabilidad compartida reside en que tanto el mandante como el mandatario, deben estar en franca y mutua armonía, sin ocultamientos de ninguna especie, sobre la forma en que van gestionándose los asuntos encomendados, basados en el uso racional y honesto de los recursos de la hacienda pública, que se generan por medio de impuestos, tributos, tasas, aforos y aranceles sobre todas las actividades económicas del mandante (el pueblo, reitero), así como de los compromisos que el mandatario adquiere con instituciones financieras nacionales y extranjeras por medio de empréstitos, compraventa de Letes, donaciones, etc. ¿Pero cuál es nuestra triste experiencia? La podemos resumir brevemente: cada mandatario, una vez toma posesión de su cargo, se olvida de su mandante, y comienza su gestión pública divorciado del pueblo, sin considerar sus necesidades urgentes, favoreciendo únicamente a sus allegados más cercanos, dando paso a la corrupción y al saqueo de las arcas nacionales y para evitar que sean conocidos cierra con llaves férreas la libertad de pensamiento, impone censura a la prensa independiente y genera represión violenta…