El primer gobierno de izquierda en El Salvador ha pasado a la historia. La toma de posesión del nuevo presidente marca, de manera real y simbólica, el inicio de una nueva etapa en la historia del país y ésta es una buena oportunidad de hacer un balance sobre los aciertos y errores de las dos administraciones anteriores, unidas por la misma bandera partidaria, por el mismo discurso y prácticamente los mismos programas de gobierno.

¿Por qué fracasó el FMLN cuando tuvo las riendas del poder? Y más importante aún: ¿Puede aprender de esos errores la nueva administración del presidente Bukele? La respuesta a la primera interrogante es una suma de errores cometidos, de ensayos tardíos y fantasmas recurrentes en la izquierda del país. El primer gobierno del FMLN no buscaba encontrar soluciones a los problemas más urgentes, pretendía por el contrario fundar una nueva forma de gestionar la administración pública, más dialogante e incluyente, donde a través de la implementación de mesas temáticas se pudiera escuchar a los más diversos actores -afines- mientras se plantaba cara a cualquier disidencia por medio del aparataje de comunicación presidencial.

Lamentablemente el primer gobierno de izquierda era un equipo fracturado: existían claras facciones enfrentándose y aferrándose a sus nichos de poder, era característica la desconfianza entre aquellos que eran veteranos de guerra, los que respondían a una cuota del partido Convergencia Democrática, y los que pertenecían al primer equipo de Casa Presidencial y por lo tanto más cercanos al presidente de entonces. Más que enfocar sus esfuerzos en las potestades encomendadas, estos funcionarios se enfrascaban en advertir sobre las conspiraciones que, según ellos, estaban siempre actuando en su contra: desde los medios de comunicación, desde las cámaras empresariales y muy pronto desde la Sala de lo Constitucional, a la que no se pudo doblegar ni enmudecer a pesar de los esfuerzos coordinados entre presidencia y órgano legislativo.

Posteriormente y pasada la euforia del primer triunfo presidencial, las expectativas sobre el primer “guerrillero presidente” de nuestra historia aumentaron, se pensaba que había llegado la oportunidad del partido y que el de Sánchez Cerén sí sería un auténtico gobierno de izquierda. Pero la realidad se impuso y la creciente cantidad de víctimas de homicidio, la filtración de informes relacionados con la tregua y la negociación secreta con pandillas y los primeros señalamientos por casos de corrupción, se sumaron a las interrogantes sobre el verdadero estado de salud del presidente Sánchez Cerén y su constante ausencia en momentos de crisis ambientales o de seguridad. El presidente gobernó por medio de otros, pero a la vez asumía los costos de la errática gestión de sus subordinados. No era de extrañar que, apenas a media gestión, el 48.7 % de los salvadoreños consideraban que la situación del país era peor y el 43.7% que seguía igual que los años anteriores (IUDOP, “Evaluación del país a finales de 2017…”).

Pero donde más se evidenciaron las contradicciones del FMLN fue en su falta de compromiso con la democracia en la región. Su apoyo incondicional a la dictadura en Venezuela y Nicaragua, plegándose en los foros hemisféricos a una decena de repúblicas que se beneficiaron de la diplomacia del petróleo y el haber mantenido un discurso público que nos llevó al enfrentamiento con los EE.UU. y a poner fin a las relaciones diplomáticas con Taiwán, dejó en evidencia una pobre lectura geopolítica y falta de credenciales democráticas de un partido que a nivel interno pretendía adueñarse de todas las instituciones públicas y permanecer una década más en el poder.

Llegados a este punto: ¿Cuál es la lección para el nuevo gobierno? En primer lugar, que el tiempo en la presidencia debe considerarse escaso, además de limitado, por lo que se deben priorizar los problemas y aportar soluciones reales a los mismos. Que el discurso público debe tener coherencia con las acciones y decisiones que se tomen y que la corrupción crece allí donde el secreto estatal se impone a las demandas de ciudadanos y periodistas. Cercanía con administrados y medios de comunicación sería un buen gesto inicial, pero también sinceridad sobre el estado real del gobierno y las posibilidades reales de ponerle alto a la diáspora y la violencia.

No es la “batalla de las percepciones” la que pierde un gobierno, es la confianza de sus ciudadanos la que decrece y los resultados hablan por sí solos.